A las trece horas, veintiocho minutos, llegó, dicen, el verano, y puede que sea verdad porque el cielo es hoy de su color, el del verano, y cae el sol a chorros, salvo por las sombras de la calle, por donde baja casi torrencial el nordeste.
-Una pena que haya llegado.
-Pero bueno, ¿por qué dices …?
-Porque lo que llega, ya se está acabando. Cosa como nacer, que ya empieza, el niño, el recién nacido, a llorar, sin tener siquiera noticia de sí mismo, porque está abocado a morir. Es, lo decía Jorge Manrique, ya su vida como un río, acaba de entrar en el valle y convertirse en ría, es decir, estar a punto de desembocar.
Verano, vacaciones. Un tropel de niños ha invadido los parques y las playas. Vienen desaforados, tras de tanto invierno, olor a tiza y aula, reglas, reglamentos y reglamentaciones para tratar de aprender a comportarse, y quiénes fueron los Reyes Católicos, el Papa Borgia y Enrique VIII de Inglaterra, y en cuanto lo sepan, que dos más dos son cuatro, pero por tres son seis y toda esa ingeniosidad múltiple y creciente de las matemáticas, y la disciplina anacrónica del hipérbaton latino.
Lo olvidan todo, provisionalmente, a toda prisa, que don Quijote arremetió contra unos molinos, que Galia est omnis divisa in partes tres, quaron omnia, una incolunt galos.
Casi a mediodía, sigiloso, se ha colado el verano en nuestras vidas y unos desesperados comerciantes están rebajando los precios para ponerlos casi al alcance de las maltrechas economías de la gente. La gente se mira, mira, como la luna en la fragua, indecisa, más pobre, salvo privilegiados, que el año pasado por estas fechas.
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