En la plaza mayor, a la hora de la siesta,
cuarenta grados al sol, pleno verano, como es natural,
no hay nadie,
más que la bandada de gorriones
y el bando
de palomas. La encargada del quiosco de periódicos
duerme
con la cabeza apoyada en el antebrazo
y la melena, rubia,
desparramada.
Si miras, sin embargo
con cierta atención porque están hechos
de luz de luna,
reflejos
de agua,
niebla,
tal vez espuma,
verás cómo se escurren, entre los soportales,
los ángeles custodios
de la gente dormida a esta hora,
desmadejada, tal vez muerta,
en los mechinales de la antigua,
gloriosa
ciudad amurallada.
Los ángeles
no tienen cuerpo ni calor. Son como pensamientos
entresoñados.
Hasta el punto de que sea posible
que lo entrevisto en la plaza mayor
sean volutas de humo del asador, cuyos hornos
se están apagando
a esta hora sin vida de la tarde
que un grupo de turistas con piel alangostada
aprovecha
para visitar, oh, ah, la parte vieja
de los blasones y los nidos de cigüeña,
y los pasos perdidos, seguidos
por sus sombras
y sus ecos,
que asustan a los ángeles custodios
de la antigua ciudad señorial,
todos, aún,
dormidos. -
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