miércoles, 1 de agosto de 2012


Agosto, mes imperial, Leo manda en el Zodíaco y corre un gentío hacia las playas y los montes, las aldeas y los valles, regresando de la huida apresurada hacia lo industrial y lo urbano que hubo un tiempo en que cambió los modos y las maneras del mundo. Y, como suele ocurrir, para unos para bien, para mal para otros.

En vacaciones se tiende, ahora más que nunca, a volver al paisaje familiar, el canto, el otero, el acantilado, las calas, la serranía. Antes, hace bien poco, se trataba de aprovechar para ensancharse hacia el mundo de fuera, hacerse la ilusión de que de una ojeada se pueden comprender ciudades enteras, a que además de llega buscando confirmación de ideas preconcebidas, que confunden. Ahora la moneda única es común, pero solemos tener menos que los vecinos del norte, donde la mitad de los humos del cielo habitual son industriales.

Primero de agosto. Un mes que no cae mal a nadie. Es evidente que también se sufre en agosto, cuando cuadra, pero los días son luminosos, cálidos, duran muchas horas y uno se arregla para sobrevivir o no, según cada particular destino. Desde hace muchos, cumplo años cada agosto. Primero inconsciente de ello; un poco más tarde, ilusionado por que caían propinas de padres, padrinos y abuelo; al cabo de cierto tiempo, rezongando. Ahora, ya, con paciencia, o, por lo menos, con voluntad de mantenerla.

En agosto, si no en casa, casi siempre de vacaciones de estudios o de trabajos, se suele andar cerca de casa, donde los recuerdos de aquellas niñeces amparadas por tanta gente solícita y solidaria como se ayudaba para sacar adelante la tribu familiar. ¿Habrá sido malo? La gente dura suele haberse logrado a batacazos. Pero tampoco, digo yo, se puede preferir una sociedad enteramente compuesta de gente dura.

Me miran, nada más empezar este mes de agosto, para variar, por dedentro, que decían los clásicos. A la vejez todo son goteras, vieyeras y achaques, que nunca sabes lo que llevan o traen escondido. No sé qué habrá, pero, rebasados con creces los ochenta, puede ser cualquier cosa que ponga en marcha los mecanismos del tránsito. Y, sin embargo, no deja de ser agosto, con sus hermosos días como grandes cometas de colores a que mueve la brisa de la alegría enormes colas polícromas. Me faltan días para, si el buen padre Dios es servido, tener ochenta y tres años. Me pongo a pensar y me maravillo de ser ya más viejo que el último recuerdo de mi padre o que el del único abuelo, el materno, que conocí.

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