Llueve, moja el agua el bochorno, lo empapa y empuja al río,
que, sin inmutarse, lo lleva en volandas, tal vez convertido en barco de papel.
La vida, se me ocurre, del río, puede medirse en lo que tarda un barco de papel
en bajar desde la fuente a la ría, y más tarde a la mar. Luego, como cuentan
que dijo Heráclito, ya es otro río, el río de agua viva, que por eso no dura
más de lo que tarda en recorrer su cauce.
El pueblo, como todos los veranos, se ha llenado de gente
que va y viene de un lado a otro, en busca de ,lo que traía imaginado durante
tanto otoño, tanto invierno, tanta primavera. Lo que habían imaginado, casi
nunca lo hay. Pasan de súbito otras cosas inesperadas. Buenas y malas, como
suele ocurrir, y hasta puede que indiferentes. Las cosas aparentemente
indiferentes, que pasan y completan la realidad, son como los silencios
musicales, las pausas de una conversación.
Pausa en lo político y lo económico. Pausa sólo aparente,
que ni la carcoma ni el caco descansan ni duermen, decía un viejo amigo. Siempre
hay alguien, como en el cuento de Dino Buzzati, que permanece tecleando durante
el bochorno de la noche, cuando casi todos descansan o salieron a refrescar en
la orilla del río. No hay descanso para el que vigila, por eso los relevos y el
antiguo grito de la guardia, que recordaba a cada centinela que estuviese
alerta.
Pequeños artilugios incansables, almacenan ahora, mueven,
esconden, enseñan y trasladan en fracciones infinitesimales de segundo la
pobreza, la riqueza, la desgracia, la tristeza y la alegría de un extremo a
otro del mundo, y, por si los alienígenas, fuera de él, no sea que traten de
venir de improviso, vete a ver con qué intenciones.
La caravana ha entrado en la senda de agosto. Como los días
son largos, parece posible dejarse perder por los vericuetos, en las
encrucijadas, donde los caminos secundarios o terciarios, que ahora puede que
ya no lleven a ninguna parte, porque muchos lugares se han despoblado y el árgoma
recubre viejas paredes a cuyo amparo vida y amor otrora se refugiaban. Pero cabe
que estén ahí para posibilitar encuentros inesperados, siempre el más peligroso
el que con uno mismo puede producirse. Yo a usted le conozco. ¿Serás imbécil? -nos
espeta cada otro yo- que ni a ti mismo te reconoces ya. Pero hace mucho que no
nos veíamos, y la vida, ¡cambia tanto a uno!
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