domingo, 12 de agosto de 2012


Os lo digo con sinceridad. Días hay, de estos de los cálidos veranos de las humedades de ahora, que a mí se me viene al magín la cosa de los inventos humanos, casi todos, incluso aquella imaginaria locura del doctor Frankenstein o la no menos vesánica del doctor Jekyll, casi siempre buscando alivios y comodidades para la especie y que parece que van a ser de grandísima utilidad, pero al final se convierten en no menos graves peligros.

Lo digo a cuento de la invención del automóvil, de sus innumerables beneficios y ventajas … hasta que nos percatamos de que se estaba produciendo una saturación circulatoria de que iban a seguirse infinidad de peligros y molestias.

Debe ser cosa del recalentamiento que sufre la sesera estos días a que tan poco estábamos acostumbrados la gente del norte. Puesto que advierto a la vez que todos los inconvenientes imaginables no disminuyen un ápice la afición a comprarse un coche y cada vez más rápido y mayo, a poder ser. Luego venga de renegar, sudar, sufrir y buscar con angustia sitio donde pararlo y dejarlo pasar la noche o hacerle permanecer mientras nosotros salimos en busca de los atractivos turísticos que una propaganda cada vez más eficaz nos había sugerido.

Y cuyos efectos, toda una multitud de chapuceros parece estar empeñada en desvirtuar.

Cuando pase el verano, si aún estuviésemos aquí, se podrían espigar gavillas de anécdotas reveladoras del escaso respeto con que algunos reciben y tratan a quienes con tanto esfuerzo intentamos atraer a gastarse el dinero y la ilusión de unas hermosas vacaciones en nuestro esquilmado entorno de la economía de subsistencia y equilibrio que acecha más allá de las ferias, festejos y demás hermosa algarabía en que hoy mismo se refugia la mayoría de nosotros.

Unas resultan vergonzantes, indignantes otras, la mayoría cómicas para quien no sufrió la sorpresa de vivirlas.

Porque es que, como ocurre con casi todo en este mundo cruel, para dedicarse a la hostelería y atención del turismo hay que profesionalizarse y rodearse de auxiliares y colaboradores profesionales.

So pena de parecer, cuando se alza el telón del verano y la clientela del teatro espera una representación de profesionales, haya en el escenario una comparsa, además improvisada, de aficionados sin ensayar.  

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