Os lo digo con sinceridad. Días hay, de estos de los cálidos
veranos de las humedades de ahora, que a mí se me viene al magín la cosa de los
inventos humanos, casi todos, incluso aquella imaginaria locura del doctor
Frankenstein o la no menos vesánica del doctor Jekyll, casi siempre buscando
alivios y comodidades para la especie y que parece que van a ser de grandísima
utilidad, pero al final se convierten en no menos graves peligros.
Lo digo a cuento de la invención del automóvil, de sus
innumerables beneficios y ventajas … hasta que nos percatamos de que se estaba
produciendo una saturación circulatoria de que iban a seguirse infinidad de
peligros y molestias.
Debe ser cosa del recalentamiento que sufre la sesera estos
días a que tan poco estábamos acostumbrados la gente del norte. Puesto que
advierto a la vez que todos los inconvenientes imaginables no disminuyen un
ápice la afición a comprarse un coche y cada vez más rápido y mayo, a poder
ser. Luego venga de renegar, sudar, sufrir y buscar con angustia sitio donde
pararlo y dejarlo pasar la noche o hacerle permanecer mientras nosotros salimos
en busca de los atractivos turísticos que una propaganda cada vez más eficaz
nos había sugerido.
Y cuyos efectos, toda una multitud de chapuceros parece
estar empeñada en desvirtuar.
Cuando pase el verano, si aún estuviésemos aquí, se podrían
espigar gavillas de anécdotas reveladoras del escaso respeto con que algunos
reciben y tratan a quienes con tanto esfuerzo intentamos atraer a gastarse el
dinero y la ilusión de unas hermosas vacaciones en nuestro esquilmado entorno
de la economía de subsistencia y equilibrio que acecha más allá de las ferias,
festejos y demás hermosa algarabía en que hoy mismo se refugia la mayoría de
nosotros.
Unas resultan vergonzantes, indignantes otras, la mayoría
cómicas para quien no sufrió la sorpresa de vivirlas.
Porque es que, como ocurre con casi todo en este mundo
cruel, para dedicarse a la hostelería y atención del turismo hay que
profesionalizarse y rodearse de auxiliares y colaboradores profesionales.
So pena de parecer, cuando se alza el telón del verano y la
clientela del teatro espera una representación de profesionales, haya en el
escenario una comparsa, además improvisada, de aficionados sin ensayar.
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