domingo, 31 de enero de 2010

Hacía tanto que no se encarnizaba el invierno con nosotros que ahora parece como si hubieran dado suelta a unas fuerzas desconocidas, que únicamente lo son por ya insólitas, después de tantos años de bonanza. El cambio, por añadidura, nos encuentra más viejos, a muchos, que, como compensación, podemos recordar tiempos parecidos e inviernos lo mismo de largos y taraceados de toses y virus diversos, a cual más voraz y dispuesto a dar al traste con días libres y fines de semana, que por cierto, entonces, empezaban a mediodía del sábado y acababan al amanecer del lunes.

Llueve. Media España está aterida y en la otra media el viento juega con la nieve a hacer torbellinos y con el hielo a fabricar carámbanos colgantes de los bordes de los tejados, como inestables estalactitas trasparentes, que gotean agua helada en los cogotes o se desprenden con estrépito evidente peligro para cualquier transeúnte despistado.

Me pregunto si será cierto eso del cambio climático y me encuentro con el habitual enfrentamiento de criterios, en este caso el del sí y el del no, ambos enfáticos y ambos despreciativos de su respectivo contrario. El acostumbrado maniqueísmo de buenos y malos, sin más probabilidad de huída que la de refugiarse, como procuraré, en la duda.

Puede que la duda no sea un lugar cómodo, por cuanto tiene de exigencia de seguir estudiando, pero libera por lo menos de esa inquietud que hay en el fondo de cuanto parece seguro e inconmovible a la luz de la frecuente mudanza que implica cada avance –y tal vez cada retroceso- de los estudiosos más o menos aptos o acertados.

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