sábado, 2 de enero de 2010

Castillos en el aire, que los ingleses, siempre asimismo differents, llaman castillos en España, donde la tierra, según el señor presidente del gobierno de la nación, que no sé si es correcto no seguir o no llamando así, pertenece al viento. Los señores presidentes de los distintos órganos de gobierno de este país recaen con frecuencia en pintorescas proclamaciones que nos atañen, y, sin embargo, ni solemos entender ni compartimos como criterios definitorios. Recuerdo aquel otro, primero admirado, denostado luego, ahora idealizado, que dicen que dijo que España había dejado de ser católica. Ahora, que, como criterio estadístico, es más cierto, no lo dice nadie, pero mandan quitar los crucifijos que era costumbre colgar de las paredes de despachos y escuelas y que lo cierto creo que es que nadie se daba cuenta de que seguían allí, desde luego injustamente olvidados. Y como al hilo de la globalidad le quitaron a Santiago uno de sus títulos, el de Matamoros, al saberlo apeado de su caballo blanco, a un señor de ultramar se la ha ocurrido que ya que no acertamos a ponerle nombre y textura los españoles a España, por qué no reintegrarle, con todas las tremendas consecuencias, el de Al Andalus –salvo, por cierto, bendito sea el buen padre Dios, una franja del norte, por donde los astures, es decir, nosotros, aguerridos, brutos y hostiles-. Es lo que pasa cuando empiezas a jugar con las cosas y los conceptos y dejas de llamar, o lo que es peor, dejas de considerar que a las cosas, las personas, las naciones, las sociedades y los conceptos, hay que llamarles por sus respectivos nombres. Esta misma tierra, supuestamente del viento, ya fue del Véspero, tal vez empecinada siempre en no reconocerse. Y hubo un moro audaz que verificó una razzia hasta Santiago y se llevó al sur las campanas de la catedral, a hombros de esclavos prisioneros. Conviene no olvidar que otros esclavos prisioneros las reintegraron más tarde al norte, a su lugar de origen. Suele ocurrir que todo tenga su antítesis complementaria y equilibrante. La monotonía no es durable, porque una sola cuerda, tocada en una sola nota, no hace melodía y se convierte en el ominoso zumbido con que el moscardón se dirige ciego a un fatal destino. La vida es un cendón. Está hecha de retales de otras vidas. Entra un año al que advierto dubitativo, indeciso. Lo vi pasar –cierto que no sé si era un sueño- encogido y envuelto en su toga, mirando de través y pegado al lienzo de muralla que la memoria aporta, de Lugo o de Avila …, no, más modesta, ¿de Pedraza? ¿de Urueña?-, se ve en seguida que trae bajo los pliegues de su vestimenta novedades que a él mismo le produce desasosiego pensar en sacar de su escondite. Llueve sin ilusión.

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