martes, 5 de enero de 2010

Noche de Reyes. De soldaditos de plomo, soldados de madera y de hojalata, un jazz band, que, nada más dejarlo los Reyes ya andaba el padre de uno buscando una excusa para guardarlo bajo el mismo número de llaves que el sepulcro del Cid, por el aquel del ruido desmesurado y entusiasta que sus majestades no habían tenido en cuenta, ensordecidos como vienen, de bramidos de camello y gritos de arrieros y espoliques, leguas y leguas, desde el lejano Oriente de las fantasías y los misteriosos saberes. Noche gloriosa, en que los Reyes lo mismo podían dejarnos un cesto de peligrosas herramientas, inmediatamente confiscadas en vista de los quebrantos del mobiliario, herido por los martillazos, horadado por las barrenas, mordido por unas implacables tenazas, como un triciclo disfrazado de avión amarillo, cuando apenas había aviones en el cielo y todavía no se habían inventado ni el terrorismo ni la piratería aérea. El avión, recuerdo, como yo era muy largo de pierna, me hacía daños con un ala en la rodilla al girar, y tenía una bocina de coche pequeño, de cuando casi no había más coches que los de algún ricacho que otro, que los llevaban a misa de doce, para que la gente supiera quién era cada cual, y los dejaban en la puerta, de guardia un chauffeur –todavía no chófer-, de gorra de plato y polainas, presumido, y las mocitas núbiles , al pasar bien agarradas a sus mantillas de blonda, sus rosarios de plata y sus misales del padre Lefevre, admiraban de reojo a aquellos superhombres del siglo tal vez próximo, a pesar de que sabían que no eran partido que mereciese otra atención que la puramente admirativa. Esta noche nochera que viene, será la noche de Reyes. Y habrá niños mayores, con la mosca detrás de la oreja, deseando dormirse para no salir de dudas hasta el año que viene, que Dios dirá, pero éste, todavía es cierto lo que dicen papá y mamá, todavía no padre y madre, todavía no enemigos de esa primera enemistad provisional y desde luego transitoria, que hay entre el adolescente en flor y el aprendiz de padre o de madre al borde de la desesperación que produce no poder darle a cada hijo todo lo bueno y apartarlo de todo lo malo, porque cada hijo ya se está desgajando del tronco, constituyéndose en árbol distinto, vulnerable por otros vientos que ya no son los nuestros. Y niños para que esta noche es la primera, tras de haber comido la fruta amarga del conocimiento y ya nada volverá a ser como fue cuando, clopetí clop, oíste pasar golpeando las piedras y el asfalto, las herraduras de sus caballos y de sus camellos, y hasta puede que las de algún elefante, éste sin herraduras, y estuviste, estuve a punto de verlos, que yo creo que acababan de doblar la esquina y aún permaneció por un momento el rastro fugaz de la capa de luz del último de ellos, como una ráfaga nada más entrevista.

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