lunes, 11 de enero de 2010

Año de nieves. Hacía mucho que no había tanta y tan repartida. Los más viejos del lugar, de cada lugar, cuentan y no acaban de cuando eran niños y había nevadas, como ésta, nevadas de las de “antes de le guerra”. “Antes de la guerra” todo era diferente y más abundante y tal vez mejor, si fuese cierto todo lo que cuentan, que “después de la guerra”. Toda una generación que la vivió, la dichosa, tremenda, inolvidable guerra, unos como niños, otros como enzarzados, otros como ancianos amedrentados, llevará para siempre, hasta que muera el último, como un estigma indeleble, algún recuerdo de la guerra. Bueno, pues este año han vuelto las nieves. Puede que como símbolo de que ya nos hemos hecho viejos los niños de la guerra y está a punto de producirse la trascendental circunstancia de que cualquier día de estos, morirá el último niño de la guerra y ya no habrá quien recuerde esa tremenda división, esa fractura que separa el antes y el después de la guerra. Tal vez ahora volverá a hacer el calor y volverá a llover como lo hacía “antes de la guerra”. La nieve ha vuelto en cantidades desmesuradas, y, tras ella, el hielo, los carámbanos que cuelgan de los tejados, las guerras incruentas de bolas de nieve, los muñecos de nieve. Los más viejos aprovechan la ocasión para quebrantarse los huesos e irritarse los bronquios y toser de modo incesante, con esas toses profundas, cavernosas, con que tosemos los viejos (el abuelito ya no está para mucho, dicen los nietos, meneando la cabeza, o la abuelita, o el tío tal o cual, todos ellos enfrascados en el difícil arte de toser e intentar arrancarse del pecho el invierno, que es como un gato montuno, empecinado). Antes te enterabas menos. Ahora la televisión te retrata la angustia de toda la multitud de hermosa gente a que la nieve, el agua y el viento han desalojado de sus casas y echado a la calle con lo puesto, y miran las ruinas, desolados. Razón tenía Mafalda cuando le ponía a la bola del mundo un pañuelo atado por encima, como los que las abuelinas de mi tiempo nos ponían para el dolor de muelas y las paperas, que alguien corrió la voz, cuando en el cole hubo epidemia de paperas, de que te podían dejar estéril y nos mirábamos unos a otros, aterrorizados y sin saber muy bien en qué podría consistir aquello de la esterilidad.

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