En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
miércoles, 6 de enero de 2010
El ruido del viento, que suena hoy como si un gigante arrastrase los pies sobre grandes hojas secas de algún árbol exótico -¿os habíais dado cuenta de que la palabra árbol, como la palabra arrebol, tienen algo de mágico, es como si formasen parte del vocabulario élfico, y que es posible que fuera por eso por lo que los druidas oficiaban bajo ellos y sus misteriosas oraciones son hoy esos copos de muérdago que están posados en las ramas, como sueños de pájaros dormidos?-, el rumor del agua que pasa, y, al doblar bajo el puente, se roza contra las piedras del fondo, ese crepitar de lluvia. Un cúmulo de ruidos que se concita para difuminar el piafar cansado de las cabalgaduras de los Reyes Magos. Ya les falta menos para volver a casa. Debe estar en lo íntimo del meollo de la naturaleza esencial del humano, la razón de la nostalgia que me va invadiendo, nada más salir de viaje, la llamada del hogar. Serán, digo yo, los diosecillos antepasados, los “lares”, quienes nos convocan y advierten de que jamás vayamos demasiado lejos o por demasiado tiempo. Durante la mañana de Reyes, nos escrutan las miradas de los más pequeños de casa, abrazados cada cual a lo que parece que la ha gustado más, su muñeca enjoyada, la primera cámara. Tenía yo cinco años cuando el abuelo me regaló mi primera cámara –durante muchos años la única que tuve- y conservo copia de mi primera fotografía. Niños y mayores, disfrutan de la sorpresa generalizada de la alborada de Reyes. Ya lo he dicho: la mañana de Reyes no es una mañana, una hora del alba, normal sino que viene con ruidos acompañantes y así una diana floreada, tocada con trompetas y tambores, pero, además, con atabales y clarines, gaitas y flautas traveseras y dulces. Me han puesto, entre otras cosas, un minúsculo reloj de arena, en el extremo de un marcapáginas. Dura quince segundos. Para los más ancianos, como siempre paradójico, el tiempo parece a ratos largo, cuando nos quedamos indecisos, algunos hasta olvidados del próximo paso o el gesto que viene, pero es ya un bien escaso, por lo cortos que andamos de sus existencias. El buen comercio –decía su padre a un viejo compañero, hijo de comerciante-, se hace en el almacén. Hay que tener –le decía- un almacén muy grande o muchos pequeños, repletos de existencias, cuando se tiene abundante género a buen recaudo, se compensan los tiempos buenos y los malos y se estabiliza. Mi almacén de tiempo está lleno, pero de telarañas –las arañas, que son los recuerdos, acechan desde los rincones oscuros y cundo las moscas de la ilusión entran revoloteando, se relamen con deleitosa calma paciente.
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