sábado, 9 de enero de 2010

España, la tierra del Véspero, coincidiendo con la presidencia de una Europa que todavía no existe, compartida entre triunviros sin clara función ni atribuciones concretas, se ha vestido, investido de blanco nupcial. Ha venido la nieve, taraceada de aullidos de lobo, una nevada de las de “antes de la guerra”, que te hundes hasta la rodilla y el país se paraliza, con los niños en casa, o griposos del abecedario o disfrutando de los juguetes nuevos, de Reyes, por decreto ley del tiempo, que ha decidido cerrar las carreteras, prohibir el paso. Y deberían encenderse lumbres y chimeneas para todos, pero una parte importante de esos todos ni tiene lumbre ni chimenea ni llar, ni techo siquiera, ni cucharada de sopa caliente, y entonces la nieve deja de ser un bonito motivo de inspiración, se embarra, se hiela y nos hiela el corazón a todos. Una periodista no sé si naïf en realidad o fingida, le propuso al presidente español, justo cuando degustaba las mieles del traspaso de virtuales poderes de la Europa soñada, una pregunta de las que suelen hacer, en la ingenua crueldad de su sinceridad, los niños. El presidente se revolvió, sacudiendo la melena virtual y dijo que era insólito que se dudara de su capacidad taumatúrgica. Ni él ni nadie pueden hacer el milagro de que la crisis desparezca y su ulterior convalecencia dure menos de lo que ha de durar en este desmantelado país donde no quedan más que la capacidad y la esperanza sobre la tierra llana de una paramera económica. Sobre la respuesta airada, durante toda la noche, ha seguido cayendo la nieve, y sobre la nieve el frío, que la endurece y petrifica. Es tiempo de soñar, hibernados, desde lo más profundo y oscuro de la osera, con la luz que viene. Siempre hay una luz que viene, o hacia que vamos, inexorablemente esperanzados.

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