En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
lunes, 25 de enero de 2010
Ponen en duda, ahora, después de los años y más años transcurridos, que el chotis Madrid, atribuido desde siempre a Agustín Lara, esté escrito por él, que si no dijo nada en tantos años el posible verdadero autor, parece que no le haya importado mucho que se lo atribuyese otro a que incluso le han hecho un monumento menor en ese caos laberíntico que se va haciendo Madrid, el del chotis, a medida que crece y crece sin orden ni sosiego, mientras las ciudades de otras épocas se contraen, encogen y despueblan hasta enseñar el esqueleto, por debajo de sus viejas piedras que miran los turistas, la mayoría sin verlas, de puro cansancio. El turista apresurado, de temporada, es como el visitante de museo que lo recorre por cumplir, con el propósito de absorberlo, verlo todo en un recorrido- Ambos acaban mareados y cansados, ambos como si no hubiesen estado ni el museo ni el la ciudad. Conocí personas que cuando llegaban a París y disponían de cuarenta y ocho horas, de programaban para “verlo todo”, que al volver a casa tendrían que contar, y de hecho contaban con aire doctoral, que hay que ver cómo son y dejan de ser estos franceses, tan peculiares ellos, y los iban describiendo con pelos y señales. Madrid, volviendo al asunto, tiene toda una colección de chotis de más o menos afortunada factura, coincidentes todos en que pueden ser bailados, y deben serlo, según los clásicos, bien agarraditos macho y hembra, sin salirse de la superficie de un ladrillo, vamos, una baldosa, entendiendo por tal una de esas que miden treinta centímetros de largo por otros treinta de ancho. Para bailar el chotar, en los tiempos, ay, de mi juventud, lo corrector era ponerse pañuelo anudado al cuello y llevar gorra de cuadros, de visera, mientras ellas, chulapona, lucía bata de percal, pañuelo a la cabeza y un ramillete de violetas donde el escote se hace indiscreto, según viene, al bies, desde los hombros señalando, como una flecha audaz y algo pícara, el arranque del otrora secreto arcano femenil, que ahora, con tanta minimización de las zonas cubiertas, ha dejado de ser secreto y se ha convertido en territorio propagandístico. Dicen, por otra parte, que cada vez escasean más las baldosas y que los chotis apenas se tocan en los bailes. Madrid es otro Madrid, mucho más alto y más grueso, desmesurado. Les suele pasar a las ciudades, como a las estrellas, hasta que, de pronto, igual que ellas, estallan en mil pedazos o en polvo de estrellas, o se contraen y convierten en un torbellino oscuro, que engulle la luz y sabe Dios en qué la convierte y dónde, que seguro que la muerte es siempre puerta de otra vida.
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