domingo, 10 de enero de 2010

Una fotografía hacia la mar abierta me resulta ahora, sin saber por qué ni desde cuándo, inquietante. Es como si necesitara conocer el lindero más alejado, el frontón donde rebotarían mis pensamientos, que, en otro caso, dispersos mar afuera, ¿a dónde podrían llegar? Un pensamiento, un acto de la imaginación, disperso y sin límites, en constante e imprevisible crecimiento, como dicen ahora los científicos, atónitos, que le ocurre al universo. Supongo que es otro síntoma de ancianidad. Cuando joven no te asusta lo que pueda ocurrir, es más, se suele pensar que lo que viene nuevo podrá servir para modelar la obra de arte de que nos sentimos capaces, el argumento que podría modificar la trayectoria humana. A medida que se envejece, en cambio, resulta cada vez menos imaginable que podamos utilizar el ingente caudal de futuro que cada día nos arrolla y manosearlo, acariciarlo, manipularlo para darle cualquiera de las formas, ética o estética, susceptible de trascendencia. Del lado de allá de cada esquina, y qué decir de la anchurosa amplitud del horizonte de la mar abierta, puede estar el inicio de la decadencia, la desmemoria, el desmoronamiento arenoso de la razonabilidad. Y sin embargo, nada más absurdo que morir antes de morir, cada día, desarropado, por el miedo, que enfría el corazón y es todo como si ya hubiese ocurrido antes de ocurrir, con lo que se reproducen en cada criatura humana, supongo, mitos como el de Sísifo, de donde cabe deducir que hemos cambiado demasiado poco, en lo esencial, los humanos, a pesar de haber cambiado tanto en lo circunstancial.

No hay comentarios: