Me refugio, algunas tardes,
en un libro de versos siempre inédito
todavía.
Es como irse al cenador del jardín
que no tendré nunca,
pero ¿quién no ha visto alguna película
donde había un cenador, en lo más profundo
del jardín descuidado como una nostalgia?
Desde entonces
-¿quién podía estar
a tu lado o al mío
durante aquella película, aquella comedia,
aquella tarde, el amor
imposible, fingidamente eterno
de unos protagonistas,
que,
provisionalmente,
somos siempre los espectadores?-,
desde entonces,
tengo ese cenador y ese jardín,
a donde voy con mi moleskine y un lápiz,
mi goma de borrar y mis sueños.
Me refugio,
saco,
del laberinto de internet ruido de pájaros,
pirateo la música elemental
de una caja de música
y puedo escribir, si tú te empeñas,
los versos más cursis y acaramelados,
con lágrimas en los ojos
por el aquél tal vez de la arterioesclerosis.
Qué más da,
estoy aquí,
en la sola soledad, la más egoísta
soledad del blog, digo el cenador,
la música
tintinea como una cascada de flores
enganchada en los hierros,
colgante de la lámpara que no funciona,
inútil como un río desbordado,
como la fuerza de una hermosa,
estruendosa
cascada de colores.
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