domingo, 31 de octubre de 2010

Me agobia el pesimismo de la tarde de otoño, incansable, al parecer, de lluvia. La mar, a lo lejos, se encierra en una fortaleza gris, sin consistencia, ni forma. La humanidad se ha enrocado en el propósito de no evolucionar, ¡como si fuera posible! y esconde la curiosidad en el rincón de los escepticismos. ¿Y si no quedara tiempo de pensar? Cuando era estudiante, por estas fechas se representaba la fábula de don Juan en cuya mejor versión doña Inés le alcanza a fuerza de amor el final feliz de la salvación eterna. Aún recuerdo el onírico, surrealista, decorado de Dalí, poniéndole marco diferente al viejo asunto en que Marañón subrayó la condición dudosa de la enamoradicidad sólo supuestamente del todo masculina. Me atrevo a discutirle que es posible que un acento en cualquiera de las condiciones, masculina o femenina, del atractivo recíproco, también podría ser causa de la promiscua conducta de cualquiera de los mitos, masculino o femenino, furiosa, tercamente complementarios, ambos necesitados del otro para satisfacer la voracidad, en nombre de la supervivencia, de la especie. Nadie sabrá a ciencia cierta, supongo, si Tenorio es la figura de un blandengue, un canalla, un amoral, un enfermo o un hombre con sus esencias de algún modo acentuadas por aplicación de una caótica ley del instinto, que, de algún modo, como Segismundo en otra situación límite, clama también al cielo y pregunta. Vuelta a las preguntas. Creo que en épocas como ésta que la humanidad se apresta a afrontar, de invento de fórmulas y búsquedas de caminos por terrenos desconocidos, es importante acordarse de formular las preguntas. Hacérmelas a mí mismo. ¡Pero si eres un anciano! No hay vejez que exima de preguntarse constantemente e irse respondiendo con esta menguada luz.

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