-Debería ser obligatorio enseñar a todos los niños del mundo el mismo idioma.
-Se alzarían los nacionalistas. Saldrían a la calle con enormes pancartas. Ofrecerían sus vidas por el idioma, cada idioma, perdido.
-Nada existe, dirían los estructuralistas, más que el vehículo del concepto, que es la palabra, desprendida de la imaginación. ¿Sabe alguien si lo que ve coincide con lo que está viendo su vecino?
-Aún así, debería ser …
-¿Quién eres tú, necio, para decirnos a los demás lo que debería ser? ¿Quién puede asegurar que la humanidad del siglo, el milenio, el momento que viene, no será una yuxtaposición de personas libres, independientes, disociadas?
-¿Sociedad disociada dices? Un concepto excluye al otro.
-¿Puede sobrevivir sobre el planeta una persona sola?
-¿Cabe imaginar una sociedad más allá del hombre, o la mujer, con su complementario, respectivamente la mujer, o el hombre y sus hijos?
-¿Hasta cuándo son hijos un hijo o una hija? ¿Cuándo se convierten en hombre o mujer? ¿Cuándo se independizan? ¿Cuándo se licencian o se doctoran en la universidad, la profesión o el oficio? ¿Cuándo se completan con sus respectivos complementarios?
-Vuelvo a lo primera. Todos los niños …
-Desaparecerían los idiomas, su riqueza expresiva.
-A cambio y transcurrido cierto tiempo, todos podrían captar hasta el último semitono la más leve de las sutilezas de la comunicación interhumana.
Era una tarde de principios de otoño, érase una tertulia alrededor de platos y tazas vacíos. Voces amigas flotando entre ideas inacabadas, proposiciones absurdas, sinsentidos ingeniosos. El camarero había leído a Proust –es como perderse en una pesadilla de ideas, decía-, pero había dos libros en la biblioteca de su barrio con los que no había podido, según él: El Capital, de Marx y El Paraíso perdido, de Milton. Hace mucho, Era un camarero ya muy mayor para nuestra mirada casi adolescente. Recuerdo que cuando cayó en mis manos la primera traducción del Ulises de Joyce me pregunté si viviría aún y si habría “podido” con él.
Hace poco, el miércoles, pasé por delante del viejo café de una calle madrileña. Resistí la tentación de entrar y correr el riesgo de encontrarme por algún rincón mal barrido alguna palabra de entonces, como una hoja seca tal vez pisoteada sin el menor miramiento.
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