Renuncio a la peregrina idea que no sé cuándo pude tener y casi no recuerdo de hacer como el viejo bebedor del chascarrillo, que amenazó a su cocodrilo imaginario con dejar de beber para que desapareciese. No quiero que mis queridos monstruos se desvanezcan en la triste realidad y que cuando se haga de noche me resulte para siempre imposible presentir la viscosa piel de su presencia en las sombras que me arropan y en que se disuelve la mía, como si nunca hubiera existido.
No quiero dejar de ser aquel horrorizado niño que hablaba consigo mismo, tranquilizador, escaleras arriba del desván.
Me insisten, sin embargo, los mentirosos de siempre, empecinados en que no hay más cera que la que arde, ni otra realidad que lo tangible, demostrable, aburrido, rutinariamente puntual. Si serán que hasta se buscan, ya apenas te enseñaron a medir con el reloj el capricho paradójico del tiempo, a alguien de cada familia para regalar a cada niño uno, un reloj, que le ponen en seguida, con la satisfacción de cerrarle el grillete en torno a la muñeca, donde el pulso que antes cogían los médicos para empezarte el diagnóstico, antes de mandarte sacar la lengua y decir treinta y tres con su estetoscopio apoyado en el tabique de nuestro pecho.
Y luego te quitan tus manoseados, releídos ejemplares de La isla del tesoro, Tarzán, Guillermo Brown y los piratas de Mompracem y te dejan en un rincón, que te perviertas con Dostoyevsky, Kafka, Faulkner, el agrimensor, Snopes, descubres al lazarillo y a don Quijote, te despiertas en la playa de Itaca y te preguntas qué habrá sido del Pedrito de Andía que ya no volverás a ser nunca, ¿o tal vez …?
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