Para resolver problemas y salir de situaciones no suele hacerse lo razonable, sino lo conveniente. Ya no recuerdo cuántas veces razoné lo que debería hacerse y a mi alrededor escuchaba cómo se maravillaban: “¡cuánta razón tiene!”. Suele pasar después el emisario de éste o del otro: “tiene razón, en efecto, pero lo realmente conveniente …”
¿A quién convienen las cosas “convenientes”? ¿de dónde vienen esas consignas que nadie aclara, pero la mayoría suele acatar sin discusión?
Porque lo curioso del caso es que el mensajero no suele razonar. Lo que conviene no necesita más razón que intuir que viene de alguien a que conviene obedecer o por alguna razón agradar. El tipo de mensajero habitual no necesita de argumentos. En realidad no suele ser persona capaz de defender el criterio que trae y siembra con profusión. Ni siquiera es preciso que mencione el origen de unas instrucciones que en supuestos, escasos, pero alguno hay, en que fracasa su dispersión o cuando, que eso ya ocurre con mator frecuencia, producen consecuencias nefastas, nadie sabe de dónde procedieron. El mensajero susurra un nombre, un cargo, además del mensaje, y los destinatarios no preguntan. Se tranquilizan unos a otros con el díjolo Blas de “bueno, no es lo razonable, pero es lo “conveniente””.
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