En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
viernes, 15 de octubre de 2010
Soy un hombre con un perro junto al río. Ni siquiera eso, porque, muertos todos mis perros, ésta de ahora es una perra de agua. Dicen que las perras son más cariñosas que los perros. No lo sé porque ésta no es todavía más que un cachorro de ocho meses, pero dudo que haya perra o perro más cariñoso que alguno de mis perros anteriores, mis perros muertos. Tengo sus fotografías y sus epitafios. Tal vez por eso, he logrado ser esta tarde un hombre con una perra junto al río. En el río se reflejan muchos de los barrios de mi pueblo, por su cara que mira al río. El río los refleja, sin más, y pasa. No desgasta cada barrio, y así, el reflejo, que parece cosa volandera que el río podría llevarse en cualquier momento en todo o en parte a la mar ya cercana, que sin duda presiente, permanece, y en cambio el río, dándole la razón al viejo Heráclito, es otro a cada momento que pasa. La perra no sé lo que mira cuando mira el agua, yo miro el río, el reflejo y la espumilla que forma el agua al rozarse con unas piedras más altas del cauce, una piedras cuyo lomo queda a flor de agua. El agua del río las usa para rozarse y así cantar, ir diciendo su murmullo, que, si escuchas, descubres que no es una monótona salmodia, sino que sutilmente cambia, hace tonos y semitonos. No es un ruido, sino una canción, o tal vez, si acaso, su eco, que yo escucho, un hombre con una perra junto al río. Pasa gente, unos callados, otros alborotando, una mujer agobiada con sus bolsas de compra. Al hombre que esta tarde soy, solo con una perra junto al río algunos le desean buenas tardes. No digo que sea “mi” perra, sino que es una perra. Los animales son provisionalmente compañeros, acompañantes, mascotas, hay veces y animales que hasta casi amigos, pero no me pertenecen. Hay un último resorte de independencia que salta cuando menos se espera y en ese momento, el perro más obediente se niega a hacer lo que se le manda. Finge que se distrae o sencillamente se aleja. Esta perra, además, todavía no obedece casi nunca. Es demasiado joven. Todavía la asusta lo inesperado o que se le grite. He tenido muchos perros y a alguno le grité alguna vez. No debe hacerse. Ningún perro entiende que su compañero se ofenda de esa manera. Ellos, aunque haya ocasiones en que no obedecen, siempre, cuando los alcanzas o cuando vuelven, están del mismo humor, salvo que los asustes, los amenaces o les invadas su terreno o les quitas la comida o intentas hacerlo o, craso error, les pegues y te tomen miedo. Hoy, ambos, la perra que está a mi lado y yo, junto al río, echamos a andar. Casi todas las tardes, llueva o haga sol, nuestro paseo habitual va siguiendo el río por un lado, cruzamos el puente y volvemos por el otro. Hay días que quieren bajar al llerón y a ésta en concreto, cuando bajo, le encanta bañarse. El llerón, de cantos rodados, huele a río. Entre los cantos nacen hierba, plantas y flores silvestres, que, cada vez que pasa, se lleva airada la riada sin el menor miramiento. La perra, cuando le parece, alza el hocico y huele otro olor, que hay momentos en que se detiene a degustarlos. No sé si lo que la hace pararse es el olor o el momento o una conjunción de ambos, pero se ve que descubre, archiva y disfruta. Yo, que llevo la cabeza metida en un ramillete de pensamientos, la saco, miro y compartimos por lo menos mirada. No sé lo que me dice, pero advierto con toda claridad que si pudiera, en este preciso momento, me estaría sonriendo como yo a ella.
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