viernes, 1 de octubre de 2010

Lo mejor de cualquier sistema democrático, por desfigurado que lo dejen sus inevitables parásitos de la demagogia y la carcoma de los totalitarios disfrazados que inevitablemente alberga, es que cada cual pueda libremente decir lo que piensa.

A partir de unos mínimos de participación cultural y de la asunción de sus funciones por los colegios legislativos del grupo social.

Defino para cuando lo cito al grupo social como asociación coherente de personas unidas por su relación espaciotemporal a través de un origen histórico y un destino común. La familia, la aldea, la villa, la ciudad, la comarca, la provincia, la región y la nación son grupos sociales de progresiva extensión, cuanto más reducidos, me parecen más cohesionados e identificables, cuanto más amplios, menos.

Una comunidad cultural existe cuando muchas personas comparten sus principios de actuación y sus creencia, convicciones y sus comportamientos habituales.

Cuanto más activa es la participación en la vida común, mayor es la integración en ella y el sentimiento de integración en el grupo.

Lo verdaderamente democrático no es pensar lo mismo e intentar imponerlo, ya sea por una pacífica vía de más o menos supuesto diálogo o por la fuerza de la coacción o de la violencia, sino escuchar a cualquier adversario, respetar su opinión, aunque no se comparta, e idear modos de aprovecharla, de integrarla o en último término de equilibrarla con las propias.

La mayoría no contiene ni defiende ni define las verdades que están por encima de las opiniones de la mayoría. Las estaciones se suceden más allá de las opiniones mayoritarias. Dios existe o no, por encima de las opiniones de la mayoría. Una ley es o no legítima por su respeto o su falta de él a los principios culturales del grupo social, pero no porque así lo creo o lo promulgue o lo publique la mayoría. Los principios culturales de un grupo social están por encima de las decisiones de la mayoría.

Nadie está preparado para vivir en un Estado de Derecho si no acepta como una de sus reglas fundamentales que la libertad no es nunca omnímoda sino que está delimitada por las libertades de los demás, y otra que nada debe imponerse o vetarse a los demás que no se esté dispuesto a imponerse o vetarse a sí mismo.

Una de las peores enfermedades de un estado democrático es la convicción generalizada de que todas las personas que forman parte de él son iguales y en todo y para todo deben ser tratadas de idéntico modo. Pero si bien es cierto que todas esas personas tienen en principio los mismos derechos y obligaciones y derecho, además a que en la medida de su capacidad de prestación de servicios, la comunidad les proporcione igualdad de oportunidades, a partir de ahí, sin embargo, todas las personas de una comunidad son diferentes y sus capacidades y circunstancias les proporcionarán oportunidades distintas, como consecuencia de lo cual, cuando deba aplicárseles la ley, en principio igual para todos, o se les deba someter a proceso judicial, como consecuencia de su comportamiento o de alguno de sus actos, su negligencia o sus omisiones, en principio asimismo previsto para todos, ley y proceso judicial habrán de tener en cuenta las circunstancias del caso concreto, y ésa es una de las fundamentales obligaciones del poder judicial.

Encabécese cada párrafo con la frase: “En mi opinión”, para que no constituya dicho párrafo, como en otro caso afirmación dogmática, una contradicción en sus propios términos.

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