lunes, 21 de mayo de 2012


En el filo de la primavera de mil novecientos cincuenta y dos. Esoy en la terraza de un bar cerca del campo abierto de la Ciudad Universitaria, pero todavía en una calle, que es una avenida con aire de bulevar de imitación, con su acera central y las polvorientas acacias formadas en sus riberas. Son entre las tres y las cinco de la tarde. Enfrente hay una explanada y corren niños jugando con sendas cometas con que apenas puede una brisa perezosa. Lejos, en la misma explanada, hacen la instrucción varios pelotones de cadetes de la Guardia civil. Tengo un libro sobre la mesa de mármol, al lado del café que humea recién servido por el camarero. El camarero, habitual en el café, muy próximo al Colegio Mayor, se llama Ismael y yo acabo de terminar mi carrera, de modo, Ismael, le digo, que ya me iré para siempre. Siempre, me dice sabiamente Ismael, me parece a mi una palabra demasiado larga.

No recuerdo, es curioso, si estoy sentado solo. Recuerdo la explanada, como si la estuviese viendo, a Ismael de pie, con su bandeja en la mano y una servilleta blanca  que le cuelga doblada sobre el antebrazo, el libro, su autor, Charles Morgan y la alegría contenida de saber que iba a ser una hermosa lectura. Tampoco recuerdo cuál de los libros, que todavía conservo en aquella cuidada edición de “Manantial que no cesa”, de José Janés, era el que había comprado aquel día. Recuerdo el cielo azul pálido, deslumbrante, de la casi primavera madrileña. No sé qué hice antes ni después aquel día. Puede que aquella hora fuese como un gozne sobre el que estaba girando el pasado, que se iba, y empezaba el futuro, que viene durando desde entonces hasta hoy mismo.

No estoy seguro de haber tratado de imaginar este futuro, ya pasado ahora, pero es casi seguro que, de haberlo hecho, según me recuerdo entonces y cuáles eran mis posibles proyectos, no se habría parecido a la realidad de lo ocurrido.

La realidad nunca se parece ni a lo que se proyectó ni siquiera al recuerdo que se conserva de lo más tarde de verdad ocurrido. Creo que nadie es buen testigo de su propia conducta. El subconsciente se aprovecha de las disculpas que nuestra razón busca para redimirnos de cada fracaso personal, y, primero, los desdibuja, luego los reconstruye, por fin los reedifica y sólo vagamente se parecen al original.

Hay momentos, sin embargo, como es de la terraza del café, que estás seguro de que fueron realmente así. 

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