En el filo de la primavera de mil novecientos cincuenta y
dos. Esoy en la terraza de un bar cerca del campo abierto de la Ciudad
Universitaria, pero todavía en una calle, que es una avenida con aire de
bulevar de imitación, con su acera central y las polvorientas acacias formadas
en sus riberas. Son entre las tres y las cinco de la tarde. Enfrente hay una
explanada y corren niños jugando con sendas cometas con que apenas puede una
brisa perezosa. Lejos, en la misma explanada, hacen la instrucción varios pelotones
de cadetes de la Guardia civil. Tengo un libro sobre la mesa de mármol, al lado
del café que humea recién servido por el camarero. El camarero, habitual en el
café, muy próximo al Colegio Mayor, se llama Ismael y yo acabo de terminar mi
carrera, de modo, Ismael, le digo, que ya me iré para siempre. Siempre, me dice
sabiamente Ismael, me parece a mi una palabra demasiado larga.
No recuerdo, es curioso, si estoy sentado solo. Recuerdo la
explanada, como si la estuviese viendo, a Ismael de pie, con su bandeja en la
mano y una servilleta blanca que le
cuelga doblada sobre el antebrazo, el libro, su autor, Charles Morgan y la
alegría contenida de saber que iba a ser una hermosa lectura. Tampoco recuerdo
cuál de los libros, que todavía conservo en aquella cuidada edición de
“Manantial que no cesa”, de José Janés, era el que había comprado aquel día.
Recuerdo el cielo azul pálido, deslumbrante, de la casi primavera madrileña. No
sé qué hice antes ni después aquel día. Puede que aquella hora fuese como un
gozne sobre el que estaba girando el pasado, que se iba, y empezaba el futuro,
que viene durando desde entonces hasta hoy mismo.
No estoy seguro de haber tratado de imaginar este futuro, ya
pasado ahora, pero es casi seguro que, de haberlo hecho, según me recuerdo
entonces y cuáles eran mis posibles proyectos, no se habría parecido a la
realidad de lo ocurrido.
La realidad nunca se parece ni a lo que se proyectó ni
siquiera al recuerdo que se conserva de lo más tarde de verdad ocurrido. Creo
que nadie es buen testigo de su propia conducta. El subconsciente se aprovecha
de las disculpas que nuestra razón busca para redimirnos de cada fracaso
personal, y, primero, los desdibuja, luego los reconstruye, por fin los
reedifica y sólo vagamente se parecen al original.
Hay momentos, sin embargo, como es de la terraza del café,
que estás seguro de que fueron realmente así.
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