La vida es una escuela de sencillez. Te lo digo cuando acabo
de cumplir medio siglo de todo.
Recién puesta la insignia del medio siglo de ejercicio
profesional, me cuelgo el collar de los cincuenta años de matrimonio-
Hace más de sesenta años, cuando me concedieron mi título de
licenciado, hablar de algo “para toda la vida”, parecía una enormidad. Desde
este otro lado del río, parece que fue ayer. No era para tanto. Nos asusta y
acongoja “la vida” y no dura más que un momento de la enormidad sideral que tampoco
es más que otro un poco mayor.
Debe ser impresionante tener la capacidad suficiente de
imaginación como para darse cuenta del sonido de la melodía de que no llegamos,
la mayoría, más que a ser parte de la nota de una frase musical, ni siquiera un
acorde, puede que un silencio.
Con no sé qué motivo, anduve hurgando entre viejos papeles
amarillentos, de esos que almacenamos porque nos parecen importantes, y que hasta
debieron serlo, por su tono y seriedad, pero que ya ni recuerdo el motivo de
que los escribiera quien me alaba o me pide disculpas o me cuenta cosas
evidentemente mucho menos trascendentes de lo que fueron en aquel momento dado.
El mundo sobrevive de milagro, pero a la vez lo hace con
sencillez. Nace el sol, se pone, cosas ambas que parece imposible que se
repitan por su grandeza inverosímil, y lo hace de esa tan rutinaria y
aparentemente sencilla, fácil manera que ni salimos de la cama a comprobar
tamaño prodigio.
Nuestros abuelos neandertales o cromañones se maravillaron
en su tiempo de tal modo que confundían al sol con su autor y lo deificaron, y
no sólo a él, sino también a la luna, y al viento, a cada manantial. Tardaron
en dar el siguiente paso, de los dioses antropomórficos, que vivían en el piso
de arriba, enfrascados, pese a su envidiable inmortalidad, en peleas familiares
como las nuestras.
A veces, en día como hoy, de primeros de mayo, alergias,
polen, tiempo entreverado, escalofríos primaverales repentinos, me da la impresión
de que urdimos todo esto de las crisis, los impuestos, el dinero y las
agarradiellas habituales para entretener la atención y que la inmensidad de lo
que en realidad nos rodea no llegue a abrumarnos. Lo que pasa es que ponemos la
cocina en manos de unos curiosos duendes y gnomos que se complacen en
escondernos las cosas, emborronarnos los dibujos y desmontarnos los engranajes
de la paciencia. Les encanta echar a los condumios que nos preparan demasiada
sal, azúcar o especias donde no deberían. Pienso que están ahí para
endurecernos, hacernos cada vez más resistentes, más humildes, más
paradójicamente pacientes, cuanto más nos alteran los nervios con sus
excentricidades cada vez más inesperadas.
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