viernes, 4 de mayo de 2012


La vida es una escuela de sencillez. Te lo digo cuando acabo de cumplir medio siglo de todo.

Recién puesta la insignia del medio siglo de ejercicio profesional, me cuelgo el collar de los cincuenta años de matrimonio-

Hace más de sesenta años, cuando me concedieron mi título de licenciado, hablar de algo “para toda la vida”, parecía una enormidad. Desde este otro lado del río, parece que fue ayer. No era para tanto. Nos asusta y acongoja “la vida” y no dura más que un momento de la enormidad sideral que tampoco es más que otro un poco mayor.

Debe ser impresionante tener la capacidad suficiente de imaginación como para darse cuenta del sonido de la melodía de que no llegamos, la mayoría, más que a ser parte de la nota de una frase musical, ni siquiera un acorde, puede que un silencio.

Con no sé qué motivo, anduve hurgando entre viejos papeles amarillentos, de esos que almacenamos porque nos parecen importantes, y que hasta debieron serlo, por su tono y seriedad, pero que ya ni recuerdo el motivo de que los escribiera quien me alaba o me pide disculpas o me cuenta cosas evidentemente mucho menos trascendentes de lo que fueron en aquel momento dado.

El mundo sobrevive de milagro, pero a la vez lo hace con sencillez. Nace el sol, se pone, cosas ambas que parece imposible que se repitan por su grandeza inverosímil, y lo hace de esa tan rutinaria y aparentemente sencilla, fácil manera que ni salimos de la cama a comprobar tamaño prodigio.

Nuestros abuelos neandertales o cromañones se maravillaron en su tiempo de tal modo que confundían al sol con su autor y lo deificaron, y no sólo a él, sino también a la luna, y al viento, a cada manantial. Tardaron en dar el siguiente paso, de los dioses antropomórficos, que vivían en el piso de arriba, enfrascados, pese a su envidiable inmortalidad, en peleas familiares como las nuestras.

A veces, en día como hoy, de primeros de mayo, alergias, polen, tiempo entreverado, escalofríos primaverales repentinos, me da la impresión de que urdimos todo esto de las crisis, los impuestos, el dinero y las agarradiellas habituales para entretener la atención y que la inmensidad de lo que en realidad nos rodea no llegue a abrumarnos. Lo que pasa es que ponemos la cocina en manos de unos curiosos duendes y gnomos que se complacen en escondernos las cosas, emborronarnos los dibujos y desmontarnos los engranajes de la paciencia. Les encanta echar a los condumios que nos preparan demasiada sal, azúcar o especias donde no deberían. Pienso que están ahí para endurecernos, hacernos cada vez más resistentes, más humildes, más paradójicamente pacientes, cuanto más nos alteran los nervios con sus excentricidades cada vez más inesperadas.

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