Cada día, una serie de menudencias acredita que lo que
reluce no es todo oro, que hay desde latón brillante hasta delicados espejismos
y hologramas exquisitos. Cada cual, como se le ocurre, trágico una veces, otras
cómico, aparta de sí la copa del veneno y se la pasa al vecino de más cerca,
igualito que hacíamos con el “burro”, jugando, de pequeños. Tal vez el burro o
la sota, es decir, la “mona”, no fueran más que premonición juguetona, preparación
lúdica para situaciones como ésta que nos aqueja.
“Mala gestión”, suele decirse, a la vez que se señala con el
dedo a uno u otro de nuestros cómplices culturales. Mientras duró el “golpe”,
todo sonrisas, medallas, proclamaciones de excelsitud personal. Ahora, con las
vacas muriéndosenos de hambre, de puro flacas, en los establos, dedos
acusadores. Yo acuso, tú acusas, el acusa.
De pronto, por arte de birlibirloque, todos éramos ricos.
¡Habríase visto cosa igual! ¡Ricos, y nunca jamás de los jamases lo habíamos
siquiera imaginado!
Raudales de dinero desbordaron cuantos cauces habían
imaginado los prudentes economistas de un lóbrego pasado. Qué miopes, ¡ciegos!
¿cómo es posible que no se hubieran dado cuenta antes de que éramos tan
desbordantemente ricos?
El paisanín del chiste comentaba en el chigre que cuanto más
gastaba, más dinero tenía en un imaginario banco, que, para que se fijara en lo
rico que había llegado a ser, cuanto más pedía, más le daba y le ponía la
cuenta en números rojos para que se fijase bien en lo que le crecía y lo
riquísimo que ya iba siendo.
La hermosa zarabanda de los números nos deja a los de letras
estupefactos. Nunca, he de confesar, entendí del todo la evidente poesía de las
“mates”. Me hago un lío con los ceros de los multimillones. Traslado mal aún
los euros a pesetas y viceversa, con gran regocijo de mis hijos, cuando me
corrigen y enmiendan la plana tras de cada batacazo calculatorio. Me costó
mucho entender los juegos, las jugarretas y los castillos de naipes de algunas contabilidades
mutadas en arquitectura de conceptos, difusión de pérdidas, subrayado de
ganancias. O viceversa, según convenga.
Siempre he pensado que cualquier contabilidad debe ser algo
así como la radiografía, ahora el escáner, de cualquier agente económico. De un
vistazo, debe acreditar su estado de salud económico. ¡Que coño “debe haber”!,
dijo el famoso paisano del cuento, ¡tien que haber! sin andar con dudes de
ninguna clase.
Y cuando aquello de auditar, acabé con los pies fríos y la
cabeza ardiendo. Siempre me pareció aberrante lo de que usted firme aquí. ¿Para
qué? Para asegurarnos que lo dice ahí coincide con la realidad. ¡Pero si ya se
lo he dicho! Sí, pero aquí nos repite que es verdad lo que dijo. ¿Y eso para
qué? Naturalmente, para librarnos todos –sobre todo ellos, pienso yo para mi
capote- de responsabilidad. Lo que está en el formulario, está en el formulario
y lo que está en el formulario impone adecuación de la realidad al formulario.
El formulario “es” la realidad. La uniformización formularia nos tranquiliza en
medio de este mundo caótico.
No comprendo el afán de tratar de asimilarnos en las formas
para realizar supuestos controles de realidades de fondo exteriorizadas en
formas diferentes de las que dichas comprobaciones son susceptibles de examinar
en otras culturas económicas o sociales distintas. Y nos está pasando con la
economía, con los comportamientos, con los procedimientos judiciales, incluso
con la alimentación y las diversiones.
Hace poco, importamos hasta algo tan estúpido como esa
exclamación frecuente en las pelis de ¡waw!, que traducimos por el onomatopéyico
“guau” perruno, mucho más comprensible.
Claro que también es posible que los perros angloparlantes,
como por otra parte sería lógico, ladren así en inglés, como los chinos ilustrados
lo harán, digo yo, en chino mandarín. Otro idioma que tal vez deberíamos ir
aprendiendo.
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