Ignorar las noticias puede ser un buen comienzo para la
inauguración de una temporada de vacaciones.
Hay que bajar al quiosco y decir que no quieres periódico ni
revista ninguno hasta nueva orden.
Tienes que disponer de algo, una cueva, un refugio, una cabaña
o un palacio en medio de un paisaje. Antes de entrar, corta las líneas
telefónicas y tira muy lejos el telefonino de los cojones. Tienes, en ese
preciso momento, ya un pie en lo desconocido. Pero, ahora que caes, la
incomunicación te va a dejar indefenso ante cualquier eventualidad, desde la
picadura de una imaginaria araña venenosa hasta una gripe súbita, erizada de
posibles complicaciones.
Imposible huir de la olla podrida de este fin de época en
que tendremos que hervir de modo irremediable, junto con especuladores de
dinero oculto, indignados de verdad y buena fe o de mentira y malintencionados,
ricachos y pobretones, una horda de prójimos en que a nuestra vez lo somos de
los otros. Inseparables.
Aprende uno, a fuerza de ir viviendo a trancas y barrancas,
a convivir. Por más que asuste, la complicada secuencia de hechos en que de
algún modo se participa. Porque hasta esos horribles que cada día te espantan
con la magnitud de su disparatada sombra y los peligros de su deriva, nos son,
como humanos, imputables en alguna medida.
Puesto que cuando la sociedad se aventuraba en la selva de
la imprudencia, todos estábamos allí y no hicimos, juntos o por separado, lo
bastante para impedir tamaño evidente error.
Lo decía la abuela, por vieja, casi sabia a fuerza de no
haber estudiado: de todo hizo Dios, menos comerciantes sin dinero. No se puede
tener todo a crédito, porque entonces se tiene menos que nada. El crédito es
una apoyatura, útil, que, mal usada, te devuelve indefectiblemente a una ruina
aún mayor de que pensabas haber salido.
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