lunes, 14 de mayo de 2012


Ignorar las noticias puede ser un buen comienzo para la inauguración de una temporada de vacaciones.

Hay que bajar al quiosco y decir que no quieres periódico ni revista ninguno hasta nueva orden.

Tienes que disponer de algo, una cueva, un refugio, una cabaña o un palacio en medio de un paisaje. Antes de entrar, corta las líneas telefónicas y tira muy lejos el telefonino de los cojones. Tienes, en ese preciso momento, ya un pie en lo desconocido. Pero, ahora que caes, la incomunicación te va a dejar indefenso ante cualquier eventualidad, desde la picadura de una imaginaria araña venenosa hasta una gripe súbita, erizada de posibles complicaciones.

Imposible huir de la olla podrida de este fin de época en que tendremos que hervir de modo irremediable, junto con especuladores de dinero oculto, indignados de verdad y buena fe o de mentira y malintencionados, ricachos y pobretones, una horda de prójimos en que a nuestra vez lo somos de los otros. Inseparables.

Aprende uno, a fuerza de ir viviendo a trancas y barrancas, a convivir. Por más que asuste, la complicada secuencia de hechos en que de algún modo se participa. Porque hasta esos horribles que cada día te espantan con la magnitud de su disparatada sombra y los peligros de su deriva, nos son, como humanos, imputables en alguna medida.

Puesto que cuando la sociedad se aventuraba en la selva de la imprudencia, todos estábamos allí y no hicimos, juntos o por separado, lo bastante para impedir tamaño evidente error.

Lo decía la abuela, por vieja, casi sabia a fuerza de no haber estudiado: de todo hizo Dios, menos comerciantes sin dinero. No se puede tener todo a crédito, porque entonces se tiene menos que nada. El crédito es una apoyatura, útil, que, mal usada, te devuelve indefectiblemente a una ruina aún mayor de que pensabas haber salido.


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