Los lobos, los delfines y las leonas, cazan en grupos
instintivamente organizados y de gran eficacia práctica.
Depredadores profesionales.
Los hay –depredadores de otra índole- que cazan el dinero al
rececho, si acaso con cimbel. Son igual de eficaces, cuando pasa el tornado que
lo mueve, como los ribereños cuando las aguas vienen turbias de río arriba.
No hay veda que valga. En realidad, el dinero, que es ciego,
lo mueve el agua, como a las pepitas de oro de los caldereros de ribera. Hay un
pintor amigo, en Navelgas, que debería pintar, si no lo ha hecho ya, a los
buscadores de oro de ribera cuando el entusiasmo de lograr una buena presa. Por
cierto ¿se pagan impuestos por encontrar una pepita de oro?
Por ahí anduvieron aquellos minitubos como de ensayo, con
unas arenillas de oro. Vienen –decían- con el agua del río. Iba, ese pintor que
digo, de los amarillos radiantes y las ancianitas encorvadas sobre la tierra,
bajo sus sombreros de paja, por el mundo adelante, a ver los campeonatos de
buscadores, que un día vinieron también a Navelgas y se trajo a su pueblo el
campeonato.
Ahora dicen que relativamente pronto harán en plena meseta
una ciudad donde jugarse las pestañas. O la harán en la costa donde el sol se
derrite sobre el viejo Mediterráneo de Ulises y Dragut. Y de Lepanto, de cuando
don Quijote no había nacido aún.
Pero hablemos, mejor, de Historia. Hay quien dice que nos
engañan siempre los vencedores, que la cuentan a su manera, desde su atalaya de
tales, con absoluto desprecio de la otra versión. ¿Y si fuera así? ¿Si en
realidad no hubiera habido más verdad histórica que la contada por los
vencedores? Lo de los otros, por una u otra razón, de un modo o de otro, justa
o injustamente –¿quién se atreve a definir la verdad y la justicia?-, al
perder, fracasaron en su intento de que la historia fuese de otra manera. Una
mentira histórica puede ser la única verdad histórica. De ahí los esfuerzos que
luego hacen otros para distorsionar, complicar y al final enredar de tal modo
la madeja que nadie sepa lo que en realidad pasó. Por eso tuvo que contarlo
Homero, que dicen que ni siquiera existió, de modo que aquello del talón de
Aquiles no llegó a escaramuza por el amor de Patroclo, y Ulises, “el divinal
Odiseo”, no se encontró a Nausicaa en la playa con sus doncellas, pero la
historia fue realmente así y Penélope la tejía y destejía.
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