sábado, 5 de mayo de 2012



Los lobos, los delfines y las leonas, cazan en grupos instintivamente organizados y de gran eficacia práctica.

Depredadores profesionales.

Los hay –depredadores de otra índole- que cazan el dinero al rececho, si acaso con cimbel. Son igual de eficaces, cuando pasa el tornado que lo mueve, como los ribereños cuando las aguas vienen turbias de río arriba.

No hay veda que valga. En realidad, el dinero, que es ciego, lo mueve el agua, como a las pepitas de oro de los caldereros de ribera. Hay un pintor amigo, en Navelgas, que debería pintar, si no lo ha hecho ya, a los buscadores de oro de ribera cuando el entusiasmo de lograr una buena presa. Por cierto ¿se pagan impuestos por encontrar una pepita de oro?

Por ahí anduvieron aquellos minitubos como de ensayo, con unas arenillas de oro. Vienen –decían- con el agua del río. Iba, ese pintor que digo, de los amarillos radiantes y las ancianitas encorvadas sobre la tierra, bajo sus sombreros de paja, por el mundo adelante, a ver los campeonatos de buscadores, que un día vinieron también a Navelgas y se trajo a su pueblo el campeonato.

Ahora dicen que relativamente pronto harán en plena meseta una ciudad donde jugarse las pestañas. O la harán en la costa donde el sol se derrite sobre el viejo Mediterráneo de Ulises y Dragut. Y de Lepanto, de cuando don Quijote no había nacido aún.

Pero hablemos, mejor, de Historia. Hay quien dice que nos engañan siempre los vencedores, que la cuentan a su manera, desde su atalaya de tales, con absoluto desprecio de la otra versión. ¿Y si fuera así? ¿Si en realidad no hubiera habido más verdad histórica que la contada por los vencedores? Lo de los otros, por una u otra razón, de un modo o de otro, justa o injustamente –¿quién se atreve a definir la verdad y la justicia?-, al perder, fracasaron en su intento de que la historia fuese de otra manera. Una mentira histórica puede ser la única verdad histórica. De ahí los esfuerzos que luego hacen otros para distorsionar, complicar y al final enredar de tal modo la madeja que nadie sepa lo que en realidad pasó. Por eso tuvo que contarlo Homero, que dicen que ni siquiera existió, de modo que aquello del talón de Aquiles no llegó a escaramuza por el amor de Patroclo, y Ulises, “el divinal Odiseo”, no se encontró a Nausicaa en la playa con sus doncellas, pero la historia fue realmente así y Penélope la tejía y destejía.


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