El amor, zascandil, es un fenómeno químico que dura lo que
un parpadeo ornitológico. Queda la posibilidad de entablar el interminable
diálogo o la discusión sempiterna de una convivencia bélica de los sexos,
empeñados en batallas de ingenio. El amor, que siempre fue hoguera, es, en
realidad, rescoldo. El rescoldo no alumbra, sino que proporciona calor
duradero, si se cuida, interminable.
Complementarse por reflejo, rebote, refacción. Yo estoy de
pie cuando tú caída, y viceversa. Es el modo único de avanzar la pareja,
ocupándote de la otra mitad, que, si no se ocupa de ti, estarás perdido para
siempre en esos devastadores conflictos que en el cine y unas novelas, cuanto
más baratas mejor, describen como “rehacer tu vida”, cosa imposible. La vida es
tan corta que jamás ha dado a nadie tiempo de rehacerla. Si acaso, de irla
desbaratando, o, con suerte, componiendo en una conducta, que es el saldo de
cuanto bueno y malo habrás alternado.
Es posible podar cada invierno, dando paulatinamente forma a
tu particular árbol, que, si no se muere antes, llegará un momento que tendrá
la forma que hayas sido capaz de alcanzar, pero nunca otra diferente de la que
las podas sucesivas hayan ido perfilando. Me obsesiona el descubrimiento de la
certeza de que nadie vuelve atrás, de que es posible arrepentirse, hasta cierto
punto, reformarse, hasta cierto punto, recomponerse, hasta cierto punto, pero
jamás borrar y reescribir. La pintura sobre viejos óleos, los palimpsestos, son
para otras artes. La vida no es un arte, sino artesanía, para el arte queda la
ilusión de imaginarte como nunca llegarás a ser del todo. Y ahí puede que esté
la gracia de todo este asunto de haber venido al berenjenal del mundo.
Lo que está escrito con la sangre y ese aire que fue nuestra
respiración, escrito y respirado está. Es parte indeleble de nuestra
fotografía. No de la fotografía que nos pinta la memoria, retocada y arreglada
por el subconsciente, sino de la fotografía inexorable que proporcionan un buen
objetivo, la luz adecuada y el enfoque exacto. Leí una vez un libro donde enseñaban que jamás fotografíes a
una anciana que haya sido hermosa sin poner una media sobre el objetivo, una
gasa, algo difuminador de la realidad pura y dura, suavizante de la
insoportable verdad.
La verdad –dicen los textos- os hará libres. Si, pero duele.
Tal vez, para poder soportarla, sea imprescindible haberse salido de la frágil
encarnadura mortal.
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