Como cada cual es como es, no cabe indignarse porque tal
realidad se compruebe en el noticiario oral o escrito de cada día. La gente
somos miserables para con los otros y ya está. Nos comportamos como a esa
triste verdad corresponde.
Hecho el desahogo que antecede, sin señalar porque tendría
que apuntarnos a tantos que o no tendría dedos o no me daría tiempo. Lo que sí,
que aunque no nos demos cuenta, al denunciar la miseria generalizada, tendría
que poner un espejo enfrente, en medio de la multitud, para incluirme en la
caterva, el rebaño, el hatajo de los miserables.
¿Qué a quién me refiero? Mira, es muy sencillo. A todos los
que cuando nuestro territorio social tiemble, amenaza e incluso empieza a
desmoronarse, nos volvemos a los de más cerca para tratar de imputarles la
responsabilidad de lo que nos pasa.
Lo fácil es, en tiempos de vacas gordas, felicitarnos unos a
otros, congratularnos juntos, sentirnos protagonistas del éxito y dispuestos a
compartir, siquiera sea en escasa medida, con nuestros conciudadanos, la
felicidad del día radiante. Y vuelve a ser fácil, cuando el esfuerzo, erróneo,
pero esfuerzo, nos sigue incumbiendo, perteneciendo a todos y cada uno, a cada
cual en su medida, pero a todos, señalar a los demás como presuntos
responsables.
Me contaba una muy querida persona de la familia que uno de
sus hijos, cuando se caía en el parque, corriendo, allá lejos con sus niños
amigos, venía ahogado de lágrimas a echarle la culpa de su mínimo fracaso
personal a su inocente, atónita niñera. “Tu culpa, le gritaba, ¡por tu culpa ha
sido!”
Reconocer la propia responsabilidad es el primer paso para
arrepentirse, algo indispensable para tratar de enmendarse, cosa que, pese a
ser algo personal, probablemente sea necesario compartir, puesto que somos
individuos sociales.
Cada día me parece a mí más importante ser más caritativo
que miserable.
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