Recorro mi mundo.
A medida que envejezco, el mundo se hace más pequeño.
Un mundo pequeño, supongo que, un poco más allá, cosa de
años, tal vez meses, puede que días, se reduce unos metros, luego al hogar, por
fin a una estancia, en seguida a la escasa medida del tarro de cenizas.
Procurad que sea de plástico o de un metal que no se oxide, entreabra, permita
que se desparramen las cenizas. Polvo, ceniza, nada, dicen que mandó escribir
el cardenal Portocarrero en su epitafio.
Envidio a los numerosos peregrinos del Camino, que pasan y
pasan, incansables, atezados, con esa determinación, que traen esculpida por el
viento, la lluvia y los cansancios, en unos rostros afilados por la prisa. Yo
no fui a Compostela sino en coche. Envidia de peregrino, y más ahora, que no llegaría.
Nostalgia rizada, de no poder recordar el esfuerzo. Ni siquiera acudí a
Chartres, donde dicen que en el suelo de la catedral hay un laberinto que
equivale al Camino.
El camino, dicen los incrédulos que no lleva a ninguna
parte, que allí no llegó nunca Santiago, Sant Jacob, el Mayor, hermano de Juan,
que allí, a todo más, Prisciliano. No importa. Las huellas y los restos de los
santos, de los apóstoles, de los mártires, están donde las pone la fe de quien
busca. Si vas a Santiago, allí estarán, están siempre, los restos del Apóstol.
Estarían incluso si no estuviesen. Los pone tu fe. La fe, dice el Libro, mueve
montañas. Imagina lo que puede hacer con unos restos, ya nada más que polvo,
que, como las palabras, pueden ser movidos por el viento.
Recorro, digo, mi mundo, añorante de horizontes.
Mientras puedes ir, cabe que desprecies los caminos del
horizonte. Lo malo es cuando sabes que ya no llegarías ni aunque lo intentases.
Justo ahora, que ya sabes que el mundo se ha hecho más
pequeño y lo de darle la vuelta en ochenta días, de la mano de Julio Verne y de
Picaporte y su amo y señor, perseguidos por la fantasía y el tiempo, ya es un
derroche de horas y no te digo aquello de Magallanes y Elcano, primun
circundedisti me, aprendíamos en el cole, donde el Imperio se había ahogado de
gloria.
Don Felipe, el rey más riguroso, administrativo y triste, lo
encerró, en su tiempo, en el cuadrilátero de El Escorial, donde dicen que no
quiso dejar entrar, tal vez asustado, las fantasías de El Bosco, recordado en
la cabecera de este blog y todavía hoy incomprensible.
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