martes, 22 de mayo de 2012


Nadie tiene ya lo que llamaba la abuela, entronizada en mimbre, en su vieja butaca de la rebotica, un porvenir.

El porvenir, añadían don Venerando y doña Basilisa desde la insistente broma de su columna de La Codorniz, se hacía estudiando “el latín, la numismática y la lista de los reyes godos”. Dependía, la mayor parte de las veces, en acertar con el estudio de una carrera que tuviese “salidas”.

Al parecer, siempre hubo carreras claustrofóbicas, es decir, sin salidas, o sin más salidas que las de vía estrecha de un precario porvenir.

Entreguerras, aquel tiempo feliz que duró desde los años veinte hasta los treinta, del siglo pasado, cuando todas las monedas del mundo se disolvieron como terrones de azúcar en la primera gran crisis de la historia de la economía del prudente ahorro y la engañosa apariencia de estabilidad, se concretó la conveniencia de un porvenir próspero y seguro. Y a las mocitas núbiles, por un lado, se les permitió acceder a una literatura realista, pero, por otro lado, bajo recomendación de que para eso del matrimonio se prefiriesen “proporciones”, es decir, muchachos con porvenir, al contigo pan y cebolla del colorín colorado y comieron perdices.

Ni se había generalizado lo del machismo ni lo del feminismo, si acaso había brotes evidentes de sufragismo, los machos acosaban y las hembras seducían. Todo, en apariencia, dentro de un orden inmutable.

La vida, este probablemente inexplicable privilegio, tal vez inteligible del otro lado del espejo, donde todo estará tan definitivamente claro que serán innecesarias las explicaciones, tiene, sin embargo, tanta fuerza expansiva de inesperadas consecuencias que ningún humano puede quedarse atrás por más de unos cuantos siglos. Un tiempo sin demasiada importancia, considerado a escala sideral.

Saltaron por los aires los conceptos, las previsiones, las seguridades, el orden y el concierto. Explotaron las guerras y se destaparon los miedos. De pronto, las mocitas casaderas tuvieron porvenires sin cuento, ganados por oposición tan tradicionalmente reservada al macho, como las oscuras estancias de los clubes más británicos de las novelas victorianas. Una vez más, quebraron los muros de los jardines murados y cayó la Bastilla, y masas compactas y sin compactar persiguieron a cada tirano grande, pequeño y mediano y arrastraron una maltrecha economía por los barros y los polvos, las arenas y el djebel de todos los desiertos y sus fronteras.

Ya todos los porvenires, como cuando se iban a “hacer las Américas” las chavalerías de nuestros concejos de las Asturias, se hicieron inciertos. Y salen nuestros nietos con el equivalente de los maletones de madera con cantoneras de metal, ahora maletas de lona con ruedas y asa para arrastrar por los aeropuertos fortificados del mundo, soñando con volver algún día sobrevolar sus nostalgias por encima de este pasado en ruinas a salvo sobre una alfombra mágica. Ahí, en ese collado, comentarán si acaso, vivieron los especímenes del siglo XXI, nuestros abuelos y bisabuelos de cuando la vieja cultura resquebrajada, se abrió como un huevo de algún viejo dinosaurio, que por cierto ya no estaba allí, mal que le pese a Monterroso, y empezó este doliente tiempo nuevo.

Que lo que se dice el paraíso, ya no estará nunca en este mundo de caminantes, donde cada supuesto brillante porvenir no fue nunca más que un señuelo de la verdad.  

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