Nadie tiene ya lo que llamaba la abuela, entronizada en
mimbre, en su vieja butaca de la rebotica, un porvenir.
El porvenir, añadían don Venerando y doña Basilisa desde la
insistente broma de su columna de La Codorniz, se hacía estudiando “el latín,
la numismática y la lista de los reyes godos”. Dependía, la mayor parte de las
veces, en acertar con el estudio de una carrera que tuviese “salidas”.
Al parecer, siempre hubo carreras claustrofóbicas, es decir,
sin salidas, o sin más salidas que las de vía estrecha de un precario porvenir.
Entreguerras, aquel tiempo feliz que duró desde los años
veinte hasta los treinta, del siglo pasado, cuando todas las monedas del mundo
se disolvieron como terrones de azúcar en la primera gran crisis de la historia
de la economía del prudente ahorro y la engañosa apariencia de estabilidad, se
concretó la conveniencia de un porvenir próspero y seguro. Y a las mocitas
núbiles, por un lado, se les permitió acceder a una literatura realista, pero,
por otro lado, bajo recomendación de que para eso del matrimonio se prefiriesen
“proporciones”, es decir, muchachos con porvenir, al contigo pan y cebolla del
colorín colorado y comieron perdices.
Ni se había generalizado lo del machismo ni lo del
feminismo, si acaso había brotes evidentes de sufragismo, los machos acosaban y
las hembras seducían. Todo, en apariencia, dentro de un orden inmutable.
La vida, este probablemente inexplicable privilegio, tal vez
inteligible del otro lado del espejo, donde todo estará tan definitivamente claro
que serán innecesarias las explicaciones, tiene, sin embargo, tanta fuerza
expansiva de inesperadas consecuencias que ningún humano puede quedarse atrás
por más de unos cuantos siglos. Un tiempo sin demasiada importancia,
considerado a escala sideral.
Saltaron por los aires los conceptos, las previsiones, las
seguridades, el orden y el concierto. Explotaron las guerras y se destaparon
los miedos. De pronto, las mocitas casaderas tuvieron porvenires sin cuento,
ganados por oposición tan tradicionalmente reservada al macho, como las oscuras
estancias de los clubes más británicos de las novelas victorianas. Una vez más,
quebraron los muros de los jardines murados y cayó la Bastilla, y masas
compactas y sin compactar persiguieron a cada tirano grande, pequeño y mediano
y arrastraron una maltrecha economía por los barros y los polvos, las arenas y
el djebel de todos los desiertos y sus fronteras.
Ya todos los porvenires, como cuando se iban a “hacer las
Américas” las chavalerías de nuestros concejos de las Asturias, se hicieron
inciertos. Y salen nuestros nietos con el equivalente de los maletones de
madera con cantoneras de metal, ahora maletas de lona con ruedas y asa para
arrastrar por los aeropuertos fortificados del mundo, soñando con volver algún
día sobrevolar sus nostalgias por encima de este pasado en ruinas a salvo sobre
una alfombra mágica. Ahí, en ese collado, comentarán si acaso, vivieron los
especímenes del siglo XXI, nuestros abuelos y bisabuelos de cuando la vieja
cultura resquebrajada, se abrió como un huevo de algún viejo dinosaurio, que
por cierto ya no estaba allí, mal que le pese a Monterroso, y empezó este
doliente tiempo nuevo.
Que lo que se dice el paraíso, ya no estará nunca en este
mundo de caminantes, donde cada supuesto brillante porvenir no fue nunca más
que un señuelo de la verdad.
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