martes, 6 de enero de 2009

Os voy a confiar un secreto sin ni siquiera pediros que lo guardéis porque es una secreto sin importancia para terceros, de modo que no resultará importante para nadie: me he reencontrado con el viejo J.B., John Bolton Priestley, que, en vida, había escrito por o menos dos novelas más de las que a mí me hicieron disfrutar hace tantos años. Y las he localizado en una de esas benditas librerías de viejo que aún quedan, con librero que huele a polvo de libros y mira desde el fondo de aquellas gafas gruesas de sería miopía y hay un cabrilleo de tierna ironía cuando me pregunta si no conocía estas novelas. Me da igual confesarle que hace mucho no tenía dinero para más libros, ni casi para el mediano pasar de un estudiante sopista, enamorado ya de la lectura. Me apoderé del ejemplar, cuidadosamente forrado por un poseedor anterior con papel transparente y fue como si J.B., milagrosamente redivivo, hubiese escrito dos nuevos libros con que me propongo disfrutar de lo lindo. De hecho ya he empezado, con las descripciones iniciales, mediante que el autor me pone acompaña durante los primeros pasos y voy acomodando el paso de lectura a la cadencia de su estilo, que es lo primero que hay que hacer cuando se tiene un libro. Una maravilla digna de la fecha en que estamos, que me han puesto los Reyes un ratón inalámbrico nuevo, rápido y huidizo como los de verdad. Pongo, con reverente cuidado, mi viejo ejemplar de las dos novelas nuevas, sobre la mesa de tantos trabajos. Ganas me dan de poner la mano sobre él y disfrutar, además de la ilusión de una lectura que me espera, del tacto del ejemplar mismo y así saber y comprobar que sigue ahí, que es verdad. La avidez de leer deprisa, conjugada con el despacioso disfrute de una lectura agradable, que hay que procurar prolongar mediante el intercalado de la prosa llena de melancolías de Pessoa y el empeño de un nuevo autor de novelas policíacas, que intenta abrirse paso en su bosque. Con una pizca de Chesterton, que ayuda a mantenerse en ese espacio que hay entre lo real y lo que Kant llamó trascendente.

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