martes, 6 de enero de 2009

Todos somos hoy niños y los niños estallan, primero, en una exclamación silenciosa de sus ojos muy abiertos, incrédulos en su inefable credulidad. Dejaron los tres Reyes Magos, tal vez cuatro o cuatrocientos o infinito número, desparramado por toda la cristiandad, huellas de su paso, papeles rotos, desperdicios de papel engomado y frascos de goma arábiga vacíos, se bebieron la leche, ellos, y el agua, sus camellos sedientos de desiertos y caminos, se comieron los polvorones y se llevaron los dibujos artesanales de nuestros nietos, iluminados de colores e ilusión. Los Reyes vinieron y se fueron, y ahora los niños todos invaden los parques, cada cual con su muñeca, el triciclo, los patines y la bicicleta, con papá detrás, al mando del coche de conducción por radio o del avión volador que sube y sube por el aire helado de la mañana de sol y nieve en las cumbres de enfrente, con lavanderas, que llaman por aquí marigarcías y corren moviendo, ateridas, la larga cola gris. Niños todos, hoy, menos los necesitados y los enfrascados en el maldecido quehacer de la guerra, niños cargados de papel de regalo y marionetas, muñecas, gadjets y globos, caramelos y chuches variopintos y dulcísimos, de canela y clavo. El abuelo, que era boticario, siempre dijo que los colores vivos eran síntoma de veneno activo, estos chuches son rojos como rubíes, verdesmeraldamarina y azules, pero no parecen peligrosos mientras chascan, para delicia del dentista, que espera al acecho, entre los dientecillos que atisba el Ratoncito Pérez, que me cuenta este niño de los ojos negrísimos, profundos como una voz profunda, que cuando se caen, el ratoncito se los lleva y usa como ladrillos para su castillo de nadie sabe dónde, más allá de cualquier mar y cualquier puesta de sol.

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