miércoles, 7 de enero de 2009

¿Cómo sería volver una tarde a la niñez, otra a la adolescencia y volverla a vivir, pero consciente de todo lo ocurrido desde entonces, sin podérselo, claro, decir, aquellas gentes, entrañables todas, las que nos querían y las que no?

Ir a ver a éste o a aquel personaje de su tiempo, sin advertirle, como es lógico, en que acabó su afán, al poco o el mucho.

Pero, si hemos de repetir el día con la escrupulosa exactitud del caso y no podemos ni elegir uno, porque ¿quién se acuerda de los que fueron buenos o malos y sabe exactamente los que fueron?

Ni siquiera seríamos los protagonistas del día, sino, como entonces, un niño enfrascado en sus libros o aquel hosco adolescente con sensación de frustrado, como casi todos.

¡Qué angustia! no poder hablarles de lo ocurrido después, de lo entonces inminente y del desenlace de cada problema de los que vendrían a lo largo de siglo tan horrible. Y ellos yendo y viniendo a sus cosas, y nosotros sin poder explicarles la súbita necesidad de hablarles sin cesar, tocarlos, acariciar su textura de humana piel tibia y lo efímero de todo, incluidas la grandeza de unos y la miserable pequeñez de otros.

No poder advertirles de que en la pequeña historia local iban a permanecer éstos y sin embargo olvidarse aquéllos otros. Que el tiempo, ese paradójico concepto sin cuerpo ni esencia, hace sin embargo justicia muchas veces, deslizándose por entre las cosas y llevándose o trayendo, como el viento, briznas inesperadas, de cosas increíbles.

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