Pasa el tiempo, como un buscapiés errático, por entre las piernas de la gente sorprendida, asustada de tanto como le dicen acerca de que hay una crisis que va a redundar en que cada día haya más personas sin trabajo porque las empresas no venden a unos mayoristas que no venden a unos comercios que no venden a unos asustados clientes que no compran porque se están quedando sin empleo y escasea el dinero cada vez más. Creamos, entre todos, una economía que se devora a sí misma por la cola, como aquellas pescadillas que llamábamos rabiosas y nos ponía la señora Manuel, en mi pensión de estudiante primerizo a que me gustaría poder volver siquiera por un día, pero ya no existe ni siquiera la casa donde estaba y no inventaron, diga lo que diga H. G. Wells, todavía, la máquina del tiempo, de modo que he de conformarme con recorre los pasillos del recuerdo de aquéllos, también malos tiempos, en que había que llevarse de estudios la cartilla de racionamiento, que doña Manuel administraba con escrupulosa equidad para dar de comer a aquel conglomerado de hermosa gente que me rodeaba, la mayoría de inolvidable bondad y todos de extraordinaria camaradería paritaria, sin necesidad de unas leyes de igualdad de sexos que hacen desesperados esfuerzos por enfrentarse a una maravillosa diferenciación natural que nos dota de complementarios recíprocos.
Si salimos de aquella crisis de cuando el agua se mantenía fresca en los panzudos botijos sudorosos, las pesetas escaseaban, hasta las barras de pan se vendían de estraperlo en las entradas de los mercados y daban, afanosas, nuestras madres, vueltas a los abrigos y chaquetas, en el tiempo que les dejaban libre la cogida de puntos a las medias, el zurcido de calcetines e idear comidas de supervivencia y crecimiento a base de ahorrar aceite y racionar el pan nuestro de cada día, es evidente que podremos salir de ésta.
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