domingo, 4 de enero de 2009

Como no tengo ejército, me he puesto yo mismo en lo más alto del mirador antiguo, que se alza sobre los caminos de la mar y de tierra, hasta donde la mar se hace horizonte y la tierra serranía. Vigilo, como aquel oficial cansado del Desierto de los Tártaros, de Buzzati, pero yo por si vienen, dar la alerta, los Reyes Magos, que nadie, me dicen, sabe aún si eran reyes, si eran magos o si eran astrólogos o aventureros entendidos en estrellas, tal vez los mismos capaces de preparar la muralla china, la fortaleza de Machu Pichu o el misterioso enclave de Stonehenge. He subido a mirar y la mar está llana. No se advierten velas, ni humos en el horizonte, y arriba, en los picos de la sierra, no advierto pisadas en el nieve endurecida por las heladas implacables de estos días recién pasados. Llegan mensajeros que me cuentan que ha estallado otra guerra, tan inútil y desastrosa como todas las guerras, ahora, con esto de la aldea global, peor para todos, para los miserables señores de la guerra y para sus incontables víctimas, que somos desde los soldados a que obligan a ir a la guerra hasta los medrosos ciudadanos del partido, de la asociación, de la caravana o la horda, como más os guste, de la paz. Miro y remiro, escucho, pero ni el clopetí clop se oye, de los cascos de los caballos, ni se advierten camellos, dromedarios o elefantes. Sólo me insisten las noticias que vienen cabalgando el aire, que hay otra guerra, pisando, matando, tratando de acabar incluso con las palomas y los olivos.

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