miércoles, 6 de junio de 2007

Ahora la novela policíaca, sin querer, pienso que a veces, ni pretenderlo siquiera el autor, se está convirtiendo en la mejor novela costumbrista de la época. Se advierte cuando llega el verano, con sus primeros agobios y las noticias espeluznantes de una violencia desatada y traducida en que cada asesino de la vida real, no conforme con matar, se ensaña y la gacetilla del periódico, sin darle mayor importancia, cuenta que le asestó a la víctima dos docenas de cuchilladas y desaparecen, como si la tierra se los hubiese tragado, niños inocentes, que todavía no tienen la culpa de nada y han de pagar por el desquiciamiento social de estos tiempos de todas las crisis.

Lo escribo a cuento de que acabo de cerrar el libro último de Rankin, dejando a Rebus con su amada discípula, escuchando jazz y bebiéndose unas copas, y abro el turno de Brunetti, en esa Venecia decadente en su hermosura, y al hacerlo paso del problema de los inmigrantes de Edimburgo y entro en el tráfico de niños, en ambos casos ocurriendo la trama, pasando la melodía a través de un clima, un paisaje de violencia desatada en que la vida humana carece de valor para unos mutantes bárbaros, disfrazados de personas.

Lo más triste para mí es que el poli de turno, honesto, tierno, capaz, intuitivo y cansado, se manifiesta conforme con el escepticismo que como una grave enfermedad lo va invadiendo y se refugia en los libros de historia, la cerveza o infinidad de cafés sorbidos entre nubes de humo de incontables cigarrillos.

Y no sé si es la vida la que empieza a copiar de estas novelas o ellas las que tan exactamente copian de la vida en que nos vamos hundiendo tantos y siendo tan pocos los que pretendemos emprender la tarea de reconstruir una sociedad nueva y renoivada en que cada ser humano siga esperando, creyendo, amando.

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