Leo en un suplemento dominical que en determinado lugar se conserva una hermosa yeguada semisalvaje, dedicada, dice quien escribe el reportaje a una vida feliz consistente en nacer, comer, reproducirse y morir. Y el tipo se queda tan satisfecho como si hubiera hallado la fuente aquella de la eterna juventud o descubierto el Dorado. Estamos dando en la curiosa aberración de pensar que nacer, comer, reproducirse y morir, sin más complicaciones, es lo bueno para la felicidad. Usted –me han aconsejado ayer con aparente seriedad-, no se preocupe, no piense, de por bueno esto que le digo, pero a la vez tenga en cuenta que la vida consiste, entre otras cosas, en tratar de acercarse a la verdad.
La verdad es un misterio que cada vez me parece más inalcanzable, y, como es lógico, impenetrable. ¿Cómo voy a subirme en un vehículo que no puedo alcanzar?
Como colofón del razonamiento, ha vuelto a caer hoy la niebla. De vez en cuando se oye ulular la sirena del faro, que avisa a los navegantes para que no se acerquen a las rompientes. Ya no les hace falta, en realidad, si no es a las pequeñas embarcaciones de pesca. Los barcos grandes, incluso los pesqueros, llevan sus pantallas de radar. Habrá que inventar radares individuales para estos días, pequeñas ventanitas que incorporar al “telefonino”, como le llaman los italianos, para que creamos que sigue ahí el sol, por encima de esta sopa de perlas.
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