martes, 5 de junio de 2007

Viene, agacha la cabeza, ayuda, a su manera, a ponerse el arnés y levanta, nervioso, la pata, para ajustarlo. Luego va hacia la puerta, me indica con movimientos de cabeza que por allí se sale al mundo, ese mundo lleno de olores y sobresaltos, perros enormes y dulcísimos perritas con las que él podría hacer no sé qué, ni él tampoco con la debida certeza, pero su intuición perruna le dice que algo memorable, digno de ser escrito en la historia de los perros. Nos vamos a inaugurar el lunes, comprar el pan y el periódico, recorrer las calles habituales, marcarlas debidamente con unas gotas que se van haciendo a lo largo del paseo no sé si infinitesimales, virtuales o sólo imaginarias. Hoy, además, encontramos un gato atigrado, inmenso, inflado, bufando amenazador, que al fin y al cabo, el perro me mira inquieto, inseguro acerca de su comportamiento, mejor hemos hecho con pasar como si no lo viésemos. ¿Para qué arriesgar, cuando parecía dispuesto a jugarse la vida en un enfrentamiento probablemente sin reglas. Lo tranquilizo. Si, perro, lo mejor la paz. Si no hubiera habido más remedio … tal vez, pero era un gato muy grande, muy amenazador, y su mundo no nos iba ni nos venía a nosotros, que íbamos a lo nuestro, que es ahuyentar gloriosamente al bando, posado en el Parque, de las palomas. En la panadería nos hacen esperar, el perro en la calle, mirándome a través de los cristales de la puerta, confiado. A ver si vienes de una vez, amo, creo que me dice. Huele a pan. Podrías darle a tu perro una de las puntas de la barra para irla rucando. Se la doy. Huele a hierba húmeda. Pasa una gaviota, en vuelo rasante, y pienso que nos trata de bombardear a propósito con su deyección, que va a dar, con un chasquido seco, en la barandilla del puente.

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