martes, 19 de junio de 2007

Hay palabras que se definen a sí mismas como lo que son, palabras alargadas como ríos, por ejemplo correveidile, que es una palabra mucho más alargada que otras que tardan más en decirse, como constantinopolitanito o supercalifragilísticoespialidoso, porque correveidile es una palabra con posibilidad de meandros desconocidos, escorrentías ocultas, viejas presas de riego olvidadas, en que se crían truchas pigmeas y anguilas como anacondas, que se las comen sin el más mínimo respeto por las máximas, las órdenes, los consejos y las diatribas de los ecologistas. Los ecologistas, en su afán diversificador e identificativo, dicen que son verdes como marcianos, pero qué va. Es una mentira como la de que había niños en mi colegio mayor universitario que decía la gente que tenían la sangre azul, pero un día, jugando al fútbol, uno se rompió una pierna y la sangre que sangraba era roja, como la de los demás lesionados menos ilustres. Lo de los colores, como las palabras, no pasa de ser un complejo mundo subjetivo en que se bañan multitud de pescadores y de peces, se tiñen, retiñen y al final resulta que todo era no sé si un juego o el fracaso multitudinario de una parte de la caravana de la gente, que es ya tan larga y tan compleja que a pesar de lo del cambio climático, la globalización y la tecnología, algo hace que muchos se nieguen a relacionarse con los otros a la pata la llana, que es como mejor nos entendemos las personas. Yo me acuerdo con desmedida nostalgia de una juventud, ay, perdida, en que éramos lo que éramos y nada más, sin colores, sin aditamentos, confundidos en el quehacer común de cantar una canción o competir sobre una ladera nevada, todos enfrentados con la misma ilusión a la esperanza de mejorar el mundo.

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