lunes, 18 de junio de 2007

Nadie se da por vencido, y menos cuando te acostumbras a ser perdigón y te parece que la insignificante ganancia obtenida es una montaña. El parto de los montes. “Et parturiunt mus”, decía mi crestomatía de la lengua latina. Estudiamos el latín de la gente culta, pero seguro que había un latín barriobajero, salpicado de tacos y demás palabrotas impresentables. Hace muchos, muchos años. Siglos. ¿Qué diferencia hay entre lo ocurrido ayer y lo ocurrido hace doscientos años? El pasado no es, probablemente, más que un lugar conceptual, un momento, nada, más allá de donde llegue la más larga o más ancha de las memorias, porque más allá de donde llegue la memoria no hay más que la eternidad, quieta en sí misma, sin dimensiones, y, paradójicamente, abarcándolo todo, desde lo que no ha sido e incluso no será nunca hasta todo lo inimaginable.

Afortunadamente, dicen siempre los que han perdido, no lo hemos perdido todo. Atribuyen al nostálgico recuperador de los juegos olímpicos la consoladora frase de que lo importante es participar. Si es así ¿por qué, de entre los que participan, de los únicos que se guarda memoria más o menos larga es de los que ganan? Ni siquiera el segundo, ni siquiera cuando pierde por infinitesimales porciones de tiempo o de espacio, se recuerda, a pesar de que le den una medalla de plata.

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