martes, 6 de noviembre de 2007

Me preguntó de qué me reía y le contesté que de mi propia insignificancia y del frío que me estaba dando el frío, cuando hasta hace bien poco me agobiaba el calor. Es posible que los años te hagan más vulnerable a lo que hay fuera de cada uno de nosotros, yo qué sé. Lo único cierto es que fui veraz, que me estaba riendo de mí mismo, y por ello, faltándome gravemente al respeto. Veo en el periódico y en la ventanilla de la televisión un mar de banderas españolas que agitan ceutíes y melillenses. El sentimiento de pertenecer a un grupo se exacerba en sus límites. Donde apenas llegan la savia o la sangre, según, que mantiene con vida al individuo. Están, estos que agitan las banderas, del otro lado de la mar. Una mar si se quiere pequeñita, un delgadísimo braza de agua viva, pero del otro lado. Y han ido los reyes allí, que son otro o el otro símbolo de lo que nos vincula, y se han conmocionado, conmovido, agitado.

No me insistas. No daré opinión. Son juegos políticos, movimientos como de un gigantesco ajedrez, los que determinan que durante siglos, unos territorios pertenezcan o no a un estado soberano. Lo malo es que no tratamos con un montón de piedras, sino con la gente que está allí agazapada, agarrada, plantada, arraigada, y que siente las tierras que pisa como parte de su definición personal, de su esencia. Pero no he de decir mi opinión porque ¿para qué? Cada uno a quien preguntes, cada uno por sus particulares y subjetivas razones, te dirá su asimismo subjetiva opinión sobre éste que es uno de los temas que la humanidad considera candentes, en esta hora de una inexorable globalización por estrechamiento de relaciones con cada vecino de más cerca.

A lo largo de la historia humana, llegaron las personas a muchas encrucijadas como ésta, en que es necesario resolver innovando, sin falsilla. Todas fueron peligrosos momentos que en su conjunto acreditan la capacidad de adaptación que el hombre tiene a los ambientes nuevos, lo inagotable del caudal de su imaginación, personalizada muchas veces en seres excepcionales, todos capaces de distinguir, con Polibio, con Maquiavelo, con tantos otros, entre la oportunidad de que el pueblo se autogobierne y la inoportunidad de que lo haga el populacho.

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