Todas mis neuronas, con los viejos hábitos
comidos de polilla y desencanto, pasan
a la hora de despertar, bostezando, de la siesta,
tras de sus sueño modestamente erótico
por el claustro inundado de sol
que juega al escondite con las plantas,
chorrea desde los arcos del piso más alto,
se baña entre hojasecas y moscones muertos
en la concha que recibe el chorro irisado del agua
y cruje, casi, bajo la reiteración de las sandalias,
que sisean dirigiéndose a la biblioteca
donde deben revisar a santo Tomás de Aquino,
Aristóteles,
y, a fondo, cada diálogo de Platón,
glosados todos por el viejo Maimónides durante sus huídas
y traducidos por la escuela de Toledo, bajo la mirada escrutadora,
vigilante,
de don Alfonso X, el poeta.
Lo único malo de mis neuronas
es que no han aprendido todavía
a leer ni escribir con la adecuada soltura
y lleva, cada una, escondida a buen recaudo,
una novela policíaca sin desenlace.
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