jueves, 29 de noviembre de 2007

Viajar a través de Castilla es siempre sorprendente para los que solemos vivir en los valles y las montañas. Sobre todo cuando el horizonte se hace lejano y circular, nos rodea, al filo del ocaso y de un lado adquiere inesperadas tonalidades sucesivas que pasan desde el verde pálido hasta el rojo amarillento que va quedando poco a poco del oro abandonado por el sol en su huída, mientras en el otro ya ha llegado la noche gris oscura y una luna espectral, hoy decreciente, parece haber perdido un buen trozo de su perfil. Es como haber salido del cobijo amable de la hondura, el rincón conocido y encontrarse casi de repente sin referencias ni caminos, puesto que los que hay no se pierden en el misterio de una esquina, el recodo de un collado más o menos próximo, sino que van hacia la lejanía como si fuesen hacia ninguna parte. La carretera, poco a poco, se va haciendo cansancio a fuerza de monotonía. El coche en que viajo se cierra sobre sí mismo y se reduce al hipnótico cuadro de mandasen en que se encienden cambiantes los números, las flechas, los diales rojos, verdes y amarillos, me adormece el ruido, duermo, entresueño hasta que un frenazo súbito me despierta y recobro la sensación de viajar, ahora noche cerrada deslizándome, sólo medio despierto, entre la memoria y el sueño.

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