Durante mucho tiempo, hasta que nos acostumbramos y parece que será para siempre, no advertimos el paulatino cambio que poco a poco nos modifica. Es como cuando duran mucho la paz o la guerra y se convierten en algo habitual, aparentemente inmutable. Y, de pronto, un día, descubrimos que todo, por dentro y por fuera, ha cambiado y es como si fuésemos otros, conocidos, pero diferentes de lo que éramos hace, diríamos que poco, pero en realidad bastante tiempo. Tal vez mucho, o, por lo menos, demasiado.
Es un tiempo, de ir madurando, o puede que traduciéndonos, desde aquella imagen poco menos que virtual de que disponíamos, hasta convertirnos en lo más parecido a personas que cada uno logra ser. Un tiempo en que nos es posible incluso mantener la sensación de que estamos a punto de dominar nuestro ámbito y de autogobernarnos con acierto, decisión prodigiosa efectividad.
Apenas recordamos, durante ese tiempo, los niños que fuimos, tan empeñados en crecer, tan desesperados por la lentitud con que el viejo zorro del tiempo nos mueve de pequeños ingenuos a turbios adolescentes, con aquel implacable, persistente acné de la tímida impresentabilidad con que nos escondíamos ante cualquier desconocido, sobre todo si era del sexo opuesto, que nos abordaba aunque no fuese más que para preguntarnos el nombre de una calle.
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