Está ahí, respirando. O por lo menos suena, en calma, como si respirase y le oliera el aliento a lejanía. Desde pequeños, se advierte en los niños afición a la mar o que ni se dan cuenta de que está, ni la miran. No sé si guarda rencor a quienes no sueñan con las posibles salidas camino del horizonte, pero a los otros, a los que no solemos renunciar a su compañía, siento que de algún modo, al suyo peculiar, nos quiere, y en la playa nos arropa y muestra complacida los juegos caleidoscópicos de sus transparencias imprevisibles o nos deja, a poco que aprendamos a bucear, atisbar por lo menos algunos de los más domésticos de sus misterios. Lo que pasa es que es tan desmesurada en su tamaño y en sus cosas, que puede ocurrir que al tomarnos con la mejor voluntad, de su mano, nos arrastre, agobie y hasta destruya, eso sí, creo que será con un último beso de su boca húmeda, de pálidos labios de espuma, en pleno arranque de un evidente fervor enamorado.
Su aliento suele estar mechado de graznidos de excitadas gaviotas, las basureras de la mar, que esconden con lo airoso de su esbelta belleza, sin dejar más indicio que el ominoso pico atrozmente curvo, la condición de carroñeras implacables.
Unos graznidos que ahora, bajo el grisoscuro que viene del norte, forman parte del paisaje y del viento.
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