Me enredo en palabras y al final descubro que estoy como el gato de las viñetas apresado en un ovillo desde que soy incapaz de explicar lo que pretendía a quien me estuviera escuchando. Porque las palabras son a veces tan tentadoramente bellas que pasa como cuando al pintor le deslumbra uno de los colores de su paleta y lo aplica sobre el cuadro iniciado, que a partir de ese momento ya no dice lo que pretendía su autor, sino algo inesperado. Que una es la realidad, otra su noticia, que te llega al ámbito personal de conocimiento dislocada por los sentidos, una tercera lo que eres capaz de decir, obnubilado por tus propias palabras, sorprendentes, o por ese color que has sido capaz de amasar, y por fin, la cuarta, lo que llega al interlocutor, a quien pacientemente escucha y sufre el mismo proceso, un poco aturdido, si fuiste capaz de resultar original o de llamar la atención respecto de la existencia de un punto de vista en que antes no se había situado que se sepa nadie.
Lo digo porque me pasa a veces que hablo en público y al terminar me queda la duda de si habré sabido transmitir algo de lo que pensaba decirles, de lo que hubiera querido referirles a mis oyentes.
¿Habrá algo más inútil que un chorro ininteligible de palabras?
Podría, como alternativa, callarme, pero también es como si no existiera, lo que tengo y no comparto, contrasto, soy, al correr el riesgo de manifestarlo.
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