Si fuese verdad que no sirve de nada quejarse, tampoco lo sería afirmar, con Shelley, que “gritar una obsesión es tanto como empezar a liberarse de ella”. Por eso debo reservar cualquier queja, mi grito, para cuando algún dolor, duelo o quebranto sea difícil de soportar. Mientras soportables, las cosas pienso que deben sufrirse a solas cada cual consigo, cuando tristes, y compartirse sólo como motivo de alegría. Llevar oscuridades al posible día radiante de otro es como arrojarle hortalizas a su paso triunfal. Debe permitirse a cada cual, cuando no es posible transmitirle armónicos, que se los agencie o que disfrute de los que le lluevan ocasionalmente.
Al único, a Bond. Bond es mi cocker peludo de tres colores, del marrón oscuro a las manchas blancas, pasando por el canela claro. De cachorro lo dejaron rabón y apenas puede reírse a carcajadas o decirme lo contento que está de volver a verme, cada vez que vuelvo o que me reencuentra al cabo de un laborioso día de intentar robar en la cocina, vigilar el sótano o irse al patio a señalizarles a eventuales gatos callejeros que éste es territorio comanche.
A Bond, que me escucha aparentando la mayor atención de que es capaz, le cuento lo bueno y lo malo y él lo asimila todo y lo reconvierte en nerviosos paseos, desde dondequiera que estemos hasta la puerta de la calle, con parada en el arcón colindante con ella, en que guardamos sus correas y arneses. Desde el arcón, me mira, mira la tapadera, exhala ladridos quebrados y jamás pierde la esperanza de que me anime y en vez de cansarlo aquí, con mis cuitas, dialoguemos a la vera del río, por donde concurre la delicia de que mearon otros perros y dejaron aromas que considera exquisitos.
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