viernes, 9 de noviembre de 2007

Es muy posible que hoy me pongan fecha de caducidad. Tampoco será una tragedia, digo yo, a mis años, pero no puede evitarse ni siquiera a ellos la inquietud que produce que te saquen un chorro de sangre, lo encierren en un tubo transparente y se lo lleven a contabilizar los corpúsculos microscópicos que por allí pululan o dejan de pulular. Que, por lo demás, será una vez investigado, contabilizado y fijado, un hecho incontrovertible que, desconocido aún, ya estaba ahí desde hace el tiempo que haga, de modo que la fijación de mi tiempo de caducidad, previsto desde el principio de los tiempos, no es más que un mero trámite, para el que lo hace, allá en un desconocido laboratorio lejano, para quien esto que a mi me atañe tan directa y trascendentalmente, es el trabajo suyo de cada día, un número más, que, si acaso, si el deterioro es grave y el tiempo corto, habrá motivado un maquinal comentario: ¡aviado va éste!

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