viernes, 30 de noviembre de 2007

Irrumpe, forastero de aguas arriba, el cormorán, en la mañana apacible del otoño del río, me mira, desafiante, con una trucha mínima atravesada en el pico, goteando, que devora en seguida y a ras de agua vuela todavía más allá, hacia donde el valle se estrecha y el agua es más limpia sobre el cauce de canto rodado que proporciona a las truchas ese incomparable sabor del río batido y la libertad. Alguien me ha dicho que ahora no se pueden comercializar estas truchas salvajes, que hay que conservarlas para los deportistas y hay tramos de río acotados para pescarlas y tenerlas que devolver vivas al agua. ¡Cómo se reirán de nosotros las nutrias! Y los cormoranes, claro, que ambos se las siguen comiendo alegremente mientras nosotros las cocinamos de piscifactoría y acabará pasándonos como con los pollos de granja, que ya no sabemos apreciar la carne prieta y dura de aquellos otros que se criaban en los márgenes de las carreteras sin coches de mi niñez. Debe ser cosa del incremento incontenible de la población y del abandono del campo, esto de que cada vez haya más campos de golf, más cemento, mas asfalto, mayores puentes y más vías de ferrocarril, que pronto no habrá manera de fotografiar un paisaje compuesto exclusivamente de naturaleza sin desfigurar ni corregir, tal y como es, prodigiosa de armonía de formas y de colores en cualquier época del año.

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