jueves, 1 de noviembre de 2007

Se llamaba Andrés, tenía ese aspecto especial que confiere una edad indefinida cuando es avanzada, pero en un momento indeterminado, alguien se planta, digamos, y permanece durante diez o quince años como si se hubiese olvidado, su escultor, de irle marcando la decrepitud y las arrugas. Era bínubo, educado, tolerante. Cuando jugaba a las cartas, supongo que como había hecho antes con la vida, perdía habitualmente, con mansedumbre. Cada año, por estas fechas, repetía el viejo refrán de que noviembre es un “feliz mes, que empieza por todos Santos y acaba por san Andrés”. Por poco que le conocieras, sorprendía que fuese ateo y que lo dijese con aquella seguridad, él que era hombre de veladuras y grises. Como si temiera que alguien pretendiera tratar de ayudarlo a recuperar una fe, que supongo habría tenido en algún tiempo. Cierto día nos contó que veía mal, que había ido al médico e iban a operarlo de cataratas, como consecuencia de lo cual, poco después se quedó ciego y se retiró con su mujer a una residencia de ancianos donde murió como había vivido, educada y mansamente, Creo que el buen padre Dios, como en otros casos parecidos, de hombres buenos que llegan desorientados, deslumbrados, atónitos, lo habrá recibido a pesar de todo y hoy, en algún sitio, le habrá contado sonriendo a alguien que en la tierra empieza noviembre, feliz mes, que empieza por todos Santos y acaba por san Andrés.

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