miércoles, 21 de noviembre de 2007

Voy conociendo, un mercadillo tras otro, unos cincuenta al año, ya va para más de diez años, a los dueños de algunos de los puestos de venta. No sé cómo se llaman, pero sí que esa es la dueña del puesto de fruta, que trae dos hijos y un dependiente. El dependiente reparte los sacos de patatas y las cajas de fruta por las casas de los compradores, la madre vigila los ingresos en caja, cuenta minuciosamente billetes y calderilla, y uno de los hijos desayuna todos los miércoles cuando yo paso, o tal vez se pase la mañana comiendo rezumantes bocadillos de chorizo y manzanas coloradas. Mastica lento, aparentemente distraído, implacable. “Buenos días” –dice con la boca llena, “está gordo, ese perro”. El perro ni le hace caso. “Buenos días” –le digo-, y a lo del perro no le digo porque no está gordo, y si lo estuviera, mejor. Dicen que los gordos, con todo y con eso de que hacen cada día oposiciones a multitud de males, suelen ser más propicios a la sonrisa que esos flacos con apariencia de dispépticos, que sobreviven hasta los cien años. No sé cómo pueden. Por ahora, la longevidad es cosa de pocos, que la pagan teniendo que ver que sus amigos, conocidos y afectos, van cayendo a su alrededor. Una prueba más de que la vida es convivencia es la cara de tristeza que se va quedando a los residentes que se refugian solos a atravesar sus últimos paisajes en esas residencias, esos depósitos asépticos donde últimamente advierto que pandillas de supuestos expertos los animan a disfrazarse de jóvenes y comportarse como ellos, en dolorosa, ridícula caricatura de lo que fueron.

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